Es un lugar enorme, con una mesa enorme, cubierta por un mantel blanco sembrado de flores y loza delicada. Los comensales no se pueden escuchar bien, y los que comen en un extremo anhelan estar en el otro, junto a aquellos que parecen más importantes. Los meseros se atarean sirviendo manjares de una fuente que siempre se termina en algún punto: la mitad de los presentes se queda sin saber qué contenía. No todos pueden entrar al gran comedor. De las paredes penden los cuadros de antepasados que nadie conoció y los pasos se atenúan sobre alfombras gruesas y mullidas que obligan a bajar la voz. ¿El príncipe? Su voz es un murmullo proveniente de los jarrones en las esquinas. Nadie está seguro de lo que dice: quizá el hombre que ríe al otro costado de la mesa, o esa una mujer que acomoda como al descuido el arreglo floral del centro. ¿Será su preferido aquel hombre pequeño, al que le cuelgan las piernas de la silla? Todos temen incumplir el protocolo por sordera. Cada cierto tiempo, alguien levanta una copa y exclama: ¡a la salud del príncipe!, cosa en la que todos lo acompañan, por si acaso. ¿Dónde está? Hablando en su habitación, dicen. Hay miradas que se cruzan, cortesías, el deseo zumba encima de los faisanes, las zanahorias confitadas y las flores: ¿sabe usted quién es el caballero del traje color cereza? A veces responden de un lado: el embajador de Albania, y del otro una voz susurra: el segundo asistente del sexto asistente. ¿Y ella, la del peinado alto? La tía del príncipe, la esposa, la directora de trabajos hidráulicos. Los comensales sonríen porque el vino es excelente y el aguardiente tan intenso que la mente se confunde.
La comida podría durar una eternidad, pero los vientres tienen un límite y hay quienes se levantan trastabillando y se despiden. Algunos quedan convencidos de haber logrado arreglos, promesas, encuentros futuros con un jarrón del que proviene la voz; otros no terminan de entender lo que significó aquella mirada un poco turbia, una carraspera. Muchos se sienten indigestos por el empeño en permanecer ahí demasiado tiempo. Los meseros recogen sus platos y cepillan el mantel para renovar la vajilla. Entonces llegan otros comensales, saludan con la efusión alegre de quienes comparten un secreto, aunque no quedan conformes con el lugar que les asignan. Pero llega la sopa y cierta excitación comienza a reinar: ¿quién es la joven de la diadema azul que está sentada junto al hombre grueso del saco de cuadros? La encargada de negocios culturales, dicen de un lado, la hermana segunda del duque de Babilonia, del otro. Zumbidos y suposiciones mientras alguien arregla las flores. Quizá, debajo de la mesa, alguien más anotó sus nombres.
AQ