En el Palacio de Vistalegre, réplica de nuestro Toreo de Cuatro Caminos, las luces se apagan y una pantalla gigante empieza a mostrar la cuenta regresiva. Desde las gradas, miles de muchachillos de estética pandillera angelina, pero con sus respectivas mascarillas pandémicas, gritan con todas sus fuerzas: ¡diez!, ¡nueve!, ¡ocho!... la descarga de adrenalina es imparable… ¡siete!, ¡seis!... la música parece salir de ultratumba… ¡dos!, ¡uno!, ¡ceeerooo! Dos animadores, uno español y otro peruano, saltan al escenario y preguntan al unísono: ¡¡¿Dónde está el ruido de Madriiiiid?!!! Entonces arrecian los gritos y enseguida aparecen dos DJ, luego ocupan sus lugares los cinco miembros del jurado y se da rienda suelta a la ronda de presentación de los participantes. Esto es la final internacional del torneo de freestyle en español, faltan seis horas para conocer al ganador, pero yo ya tengo el cerebro muy pateado.
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Reconozco que mi único referente en este arte eran las coplas que se restregaron Pedro Infante y Jorge Negrete en Dos tipos de cuidado. Resulta, sin embargo, que en la posmodernidad son los raperos, y no los charros, los que se acribillan con rimas improvisadas. Sobre una base instrumental que marca el ritmo, durante un minuto han de ser capaces de improvisar, interpelar (y enzarzarse) al “agarrarse” de las palabras que les lanza una pantalla cada diez segundos. Todo ocurre encima de un escenario, no de un ring, pero en este boxeo dialéctico la exhibición de lírica, métrica, fonética, tempo y pausas depende de la habilidad de cada contrincante. Quien últimamente se ha ganado el respeto de buena parte de los aficionados a este tipo de torneos acaba de aparecer, entre gritos y aplausos y silbidos, en esta plaza de toros techada y adaptada para el espectáculo. Se llama Aczino (léase “asesino”), es el campeón del año pasado y es mexicano.
“Yo no vine a defender el título, bastardos. / ¡Yo vine a renovarlo!”, saluda al respetable, sin falsa modestia, este rapero nacido hace 30 años en Nezahualcóyotl, Estado de México, y la chavalería le responde con un coro de gritos desquiciados. Los DJ comienzan a pinchar sus vinilos, suena ¿la música?, y antes de que “la leyenda” (así lo consideran muchos) empiece a derramar su talento sobre las tablas, los reflectores alumbran al público y todos se encienden: “¡¡a-se-sino, a-se-sino, a-se-sino!!” Con el orgullo en la mirada, Mauricio Hernández, así se llama, se lleva el micrófono a la boca mientras, al fondo del templete, sus rivales se tornan en sus porristas, como para dejar claro su deportividad, y se dejan zarandear el alma por Aczino que, esta tarde calurosa de domingo, cómo no, tiene el verbo desatado.
Miro a mi alrededor y me da la sensación de ser el más viejo del público. Todos han nacido en este siglo y por eso, por el arrojo que proporciona la adolescencia, no dudan en aleccionarme: “¡Hostia, tío!, ¿no lo pillas? Cada batalla tiene dos rounds y gana uno de los dos contendientes. Pero si el jurado ve empate, entonces hay una réplica de 60 segundos de ida y vuelta, colega. Cada ronda les lanzan palabras y luego imágenes y luego objetos y luego temas y todo lo que canten debe estar acompasado, ¿vale?” Vale, respondo yo mientras pienso, para mis adentros, que esto ya está durando demasiado.
Los enfrentamientos se suceden uno tras otro y sin pausa. Los participantes son 10, son de México, España, Chile y Argentina (hace tres días, en las eliminatorias, los representantes de otros países perdieron su derecho a estar aquí), tienen nombres como Skiper, Yoiker, RC, Papo, Nitro o Acertijo y están vestidos con lo primero que encontraron en el ropero o, de plano, con lo que se pusieron anoche para dormir. Al final de la jornada, sorpresivamente, Aczino perdió y ganó Gazir, un asturiano de 19 años que recibió una enorme copa plateada y un anillo como premio. “¡El título se queda en casa!”, gritó, y todos lo celebraron.
Pero antes, para amenizar la larga velada y para que quedara claro la importancia de la competencia, El Jincho y Original Juan, dos “raperos de fama mundial”, interpretaron un par de sus respectivos éxitos. El Jincho quiso ser inspiración para todos los presentes. Criado en un barrio de la periferia madrileña, sólo estudió hasta cuarto de primaria, a los 13 años asaltó la panadería de su barrio, luego secuestró a una persona y, al salir de la cárcel, cambió la pistola por el micrófono. Dijo en Vistalegre: “Si hay aquí algún delincuente, ¡que sepa que puede ser artista!”
AQ