Mi padre recordaba el chocolate que le había dado aquel diputado comunista francés que los ayudó a él y a su hermana mayor a reunirse con sus padres en París, durante la huida de España, cuando los vagones del tren en que viajaban se separaron, destinando a los hijos a un albergue de refugiados y a los padres a campos de concentración. Papá no tendría más de cinco años y ese chocolate significó para él un gran consuelo, aterrorizado como estaría en medio de la guerra. No era raro, entonces, que después de las comidas en la casa, sacara del cajón de su escritorio unas tablillas de chocolate oscuro que compartía con nosotros. Ese chocolate era como un pariente lejano, protector de la orfandad a la vez dulce y amargo, delicioso. Papá lo comió al mediodía en otras preparaciones durante toda su vida y nos heredó el gusto, un gusto nada difícil de adquirir, por otra parte.
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Por suerte la familia vino a parar a la tierra del cacao. En cuanto al brebaje tan antiguo y prehispánico, poco hay que añadir a las páginas deliciosas que le destinó Salvador Novo a la untuosa materia en su Historia gastronómica de la Ciudad de México, donde entre otros fogonazos dice: “Frente a la variedad infinita de los bizcochos mexicanos, no es de asombrar que esa versión farinácea de las solitarias que son los churros españoles para tomar con chocolate, sólo hayan alcanzado un éxito de novedad sin mayor arraigo”. Pero de ser la bebida que todo virreinal acomodado se mandaba traer a la cama nada más despertar y el alma de la merienda, el chocolate se convirtió en bebida para meriendas con los abuelos al estilo de Sara García, cónyuge oficial del frío, el pan de muerto y la rosca de reyes. A los niños de mi generación, Pancho Pantera nos hacía fuertes, audaces y valientes, y en los frascos de Milo almacenaban nuestras mamás semillas y botones. Después vinieron las marcas más comerciales y mágicas, la droga perfecta para alimentar criaturas en serie. Y creo que desde el temblor de 1985, muchos dejamos de ir por churros al Moro después del cine.
Pero las tablillas y los bombones seductores han prosperado. Como a un buen amigo, la sorpresa de encontrarlos es siempre un cálido consuelo, fiesta y felicidad pura. Da un poco de culpa, eso sí, por lo que decía Novo sobre la duración de los pasteles en el cuerpo de sus bisabuelas: “como un minuto en la boca, una hora en el estómago, y veinte años en los glúteos”. Enorme victoria cuando la tablilla se quiebra a la suave presión de los dientes, para después derretirse. Cierro los ojos tratando de que dure el brevísimo instante en que baila en la lengua, aunque luego se despida; ay, chocolate, manjar de dioses.
AQ