Alfonso Reyes, el caminador

Escolios

Alfonso Reyes poseía una mirada empática y abierta que le permitía encontrar semejanzas e identificarse con los seres y fenómenos más opuestos.

Alfonso Reyes llegó exiliado a Madrid en el otoño de 1914. (Archivo)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Suele concebirse a Alfonso Reyes como un paseante virtual que recorrió las más distintas disciplinas y formas de escritura desde su sillón o su atril de lectura; sin embargo, en su momento también fue un andarín consumado, un devoto del caminar, que practicaba la religión peripatética de muchos escritores.

En el otoño de 1914, el joven exiliado Alfonso Reyes llegó a Madrid, donde permanecería diez fecundos años. El brillante y sociable escritor se insertó muy pronto en la vida cultural de la ciudad y, un poco por su prodigiosa inquietud y otro poco por sus perentorias necesidades económicas, comenzó a escribir en las principales publicaciones y a trabajar en oficios aparentemente antagónicos, como el de investigador literario y el de periodista.

Uno de los legados más vivos y graciosos de su faena periodística es el libro de crónicas Cartones de Madrid (1917). Por azares de la vida, en Madrid Reyes desplegó al máximo el vigor de las piernas, la mirada y el juicio que requieren la escritura ensayística y la crónica urbana. Pese a las fatigosas jornadas a destajo a que lo obligaba su pobreza, Reyes gozaba de cierto ocio y, sobre todo, del anonimato y la libertad para deambular, lo que no se repitió en sus ulteriores estancias parisinas, en sus misiones en Sudamérica o en su regreso a México, cuando ya se hallaba atado por su estatuto diplomático y su agitadísima vida laboral y social.

Conocedor del género de la crónica de Indias, Reyes el americano escribe esta contra-crónica de la metrópoli, con tanto afecto como irreverencia. Sus viñetas son ágiles, coloridas y musicales y suelen bailar ante los ojos. Los temas y paisajes son muy diversos: festividades, costumbres, modas, retratos de especímenes humanos, observaciones sobre las rústicas afectividades de los arrabales, testimonios de la sociabilidad literaria o ecos de las canciones de amor. En este libro se combinan y confluyen las tres facultades físicas e intelectuales que forman al cronista: las piernas, la mirada y el juicio.

Las piernas del cronista no soportan la inmovilidad, impelen al desplazamiento, a salir de la comodidad de los aposentos, respirar el aire libre y saborear las endorfinas del movimiento y la liberación del andar sin rumbo, ni proyecto. La mirada, a su vez, absorbe los jugos del paisaje, se alimenta tanto de lo insólito como de lo pintoresco y sabe mantener la atención plena aun durante la más enérgica marcha. El juicio del cronista constituye una disposición empática y abierta, que no está encerrada en sus meros prejuicios y que puede encontrar semejanzas e identificarse con los seres y fenómenos aparentemente más opuestos.

Los tres se complementan: si las piernas se conforman con la moción y la mirada con la golosa ingestión de las imágenes, el juicio aprovecha el movimiento de los pies y la mirada embriagada de paisaje y ata cabos, establece analogías o arriesga conjeturas. Y así funciona el organismo caminador del cronista.

RP / ÁSS

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