La amable anestesista me avisa que me va a inyectar la misma sustancia que le ponían a Michael Jackson: sentirás un sueño rico, esos de los que no quieres que te despierten, dice muy confiada. Por supuesto que agradezco la anestesia: no ha de ser muy bonito sentir que una cámara hurga en tu estómago, me digo. Y sí, tal como lo anunció la amable doctora, caigo en ese sueño tan agradable que a veces llega a matar a las estrellas de Hollywood, pero la sensación de brevedad, de flashazo, no deja de sorprenderme.
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El sueño nocturno es largo, lo buscamos y nos preparamos para él como para un viaje; nos vestimos de cierta manera o nos desvestimos según manden el clima, la situación o la costumbre, y nos acomodamos entre las sábanas como en el asiento de un avión o un autobús para ir a esos lugares a donde nos lleva la oscuridad: las aventuras, las pesadillas, el absurdo, el cine de las sábanas blancas como le llamaba mi padre. Y luego las interrupciones, el despertar a mitad de la noche, el frío, el calor, el gato, los moscos, el ruido, las incomodidades, los dolores. En nuestro sueño nocturno rara vez dejan de pasar cosas que lo van punteando como las casetas de una carretera; con la edad, las casetas suelen aumentar de número, así como el pago correspondiente en insomnios y otras cosas peores. Quizá sólo los niños despiertan con esa sensación de frescura que una vez me llevó a preguntarle a otro anestesista —ese era cubano y muy platicador— cómo se llamaba la maravilla con la que me había hecho regresar a la infancia. Cuando me lo dijo me asusté: era el famoso fentanilo, que sólo utilizado como anestesia es benéfico.
Esas sedaciones breves —no las anestesias tremendas de las operaciones largas, hay que aclarar—, no parecen provocar sueños, pero sí aquella sensación inquietante de que apenas estábamos contando hasta diez y de repente ya pasó todo. El sueño del que despertamos de repente no fue sino una interrupción, casi una ausencia epiléptica, un pedazo de vida en el que desaparecimos sin cuerpo y sin conciencia, como se siente Hans Castorp en La montaña mágica de Thomas Mann, en aquellas famosas curas de sueño en los Alpes Suizos: “Un estremecimiento acompañaba al sopor, pero luego no había sueño más puro que ese sueño helado, sueño que no estaba afectado por ninguna reminiscencia del peso de la vida, sueño sin sueños, porque la respiración del aire rarificado, inconsistente y sin olor ya no pesaba sobre el organismo, lo mismo que la no respiración del muerto”. Cuando en la realidad del consultorio pueden haber sucedido cosas escandalosas, en ocasiones trágicas o muy dolorosas. Y también banales, como la camarita en el estómago.
AQ