Fue mi primer trabajo: ir un par de horas a recortar periódicos a una agencia de noticias o algo así. Digo algo así porque se encontraba en una casa frente al Parque México, en la esquina de la calle Michoacán, una pequeña casa bastante bonita de estilo colonial americano. Para llegar, yo sólo cruzaba el parque, pues nuestro edificio estaba del otro lado. Ahí vivía un señor Saldaña que solía recibirnos en piyama a mi compañero Felipe y a mí; incluso muchas veces nos daba los buenos días desde la penumbra de una cama antigua que se alcanzaba a ver por una puerta entreabierta, al lado del despacho donde laborábamos.
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El señor Saldaña fumaba y fumaba: de pie con su piyama y su bata a lo Mauricio Garcés, o en su cama, desde donde se le veía lanzar volutas mientras nos gritaba indicaciones a nosotros y al personal de servicio. La verdad, yo también fumaba como chacuaco, aunque no en la cama recién despertada; eso sí me daba tantito horror. Pero era mi primer trabajo y no estaba mal; un trabajo de verano después del último año de prepa, antes de entrar a la universidad. No olvido el olor del cigarro del señor Saldaña, pero menos aún el de la tinta fresca de la pila de periódicos en la mesa del pequeño despacho donde Felipe y yo nos sentábamos, tijeras en mano, a leer noticias que seguramente comentaríamos: Felipe era estudiante de Ciencias Políticas y hacía una larga tesis sobre la dialéctica que nunca alcancé a entender. Entre frase y frase recortábamos lo que se nos había indicado, especialmente los anuncios de Coca-Cola: esos eran de cajón. Y las notas sobre temas precisos que nos daban pretexto para leer todo lo demás.
Me gustaban esos periódicos enormes con miles de secciones —me leía hasta la de Sociales, llena de chismes de familias celebrando bodas y bautizos, las de noticias del interior, las policiacas. El olor de los periódicos me recordaba a los domingos de infancia cuando mi papá los compraba todos para recortar las notas que usaba en sus investigaciones y nos daba a leer las secciones de “monitos”. Horas y horas de dicha en piyama, sumergidos en las historietas con ese perfume a tinta que años después me sigue pareciendo cautivador: en las hemerotecas, donde la Historia resguarda su misterio, en los kioskos, temprano en la mañana, cuando el olor a tinta se mezcla con el del pan recién horneado y el café. Quizá por eso no recuerdo aquellos madrugones oscuros como algo desagradable; además, ni duró tanto y con mi primer sueldo me compré un disco en Sala Margolín.
Ahora leo los periódicos por internet, como mucha gente, y la casa sólo huele a café: ni a cigarros, ni a la tinta de los periódicos que me decía tanto.
AQ