Benjamín Hill | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

Esta avenida de la colonia Condesa tiene una vida paralela en los recuerdos y la imaginación de la autora.

El Cine Lido en la colonia Condesa. (Archivo)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

La avenida Benjamin Hill tenía su magia; en las tardes no pasaba mucha gente. A una cuadra de mi casa, de camino al cine y al correo, alguien construyó una caseta montada sobre un largo tubo en un terreno baldío destinado a ser un estacionamiento o una tienda de automóviles. Un día, al pasar, mis hermanos me dijeron que arreglarían aquel lugar como una casita para mí. Así durante mucho tiempo imaginé ser la dueña por derecho propio de aquel paraíso en lo alto, la habitación de una princesa. Me inquietaba pensar en cómo subiría: no recuerdo si tenía una escalera de bombero o unos peldaños de cemento. Más que casa de muñecas, parecía la jaula de un ave exótica. Tampoco sabía cómo iba a bajar, aunque estaba segura de que, después de los arreglos de mis hermanos, me podría quedar durante mucho tiempo en esa habitación entre tapices y terciopelos, como la Bella Genio cuando se enojaba con el comandante Nelson.

Estaba el correo que ya mencioné, en cuyas ranuras doradas que daban a la calle podía insertar toda clase de cartas a ninguna parte si nadie me veía; siempre he pensado que de sus paredes surgían unas pequeñas cabezas de león de piedra que le rugían a los transeúntes. Y luego estaba el cine Lido donde pasaban películas musicales. A veces nos mandaban al cine, después de comer, a Rosa la muchacha y a mí. Vimos, por ejemplo, Siete novias para siete hermanos, llevando el ritmo con el pie en el suelo pegajoso a dulce. A veces íbamos hasta la panadería de la avenida Juanacatlán donde Rosa arreglaba y desarreglaba sus problemas de amor, esos que la llevaron —una noche que mis padres me encargaron con ella— a dejarme en el departamento con la sola compañía del gato y el paso de los tranvías mientras se encontraba con su elegido en el zaguán del edificio. Me arrepiento de haberla acusado con nuestra vecina, pero es que sentí mucho miedo; ahora mismo me sigo arrepintiendo al contarlo, como la hermana de Expiación de Ian McEwan, aunque la cosa no pasó de un regaño; de hecho Rosa siguió visitando a mi madre mucho tiempo después de trabajar con nosotros.

El caso es que en la pequeña avenida estaba esa construcción, mi pequeña torre en lo alto con la que soñé durante la infancia. Me importaba muchísimo, aunque sabía que no me iban a entender si se me ocurría decirlo.

Como la pequeña Miss M. de las Memorias de una enana, la extraordinaria novela victoriana de Walter de la Mare, los niños imaginan pequeños lugares adultos para ellos. Escribir se parece a veces a aquel lugar, una torre a escala con autos estacionados alrededor. Es posible que, sin saberlo, una parte de mí se haya mudado a aquella construcción sobre el baldío y ahí siga.

AQ

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