¿Quién te pudo haber creado, alimento humilde, tan portátil y simple, a la vez tan alegre, sincera quesadilla de mis noches aciagas? Tú transformas los dramas en telenovelas, contigo todo se convierte en vida cotidiana, pachona y sedante. Tus noches siempre tienen un mañana: el empleo que espera, la escuela, los pendientes; estiras nuestro tiempo y nos das esperanza, diluyes lo contingente y las catástrofes en niebla somnolienta. Eres enemiga de lo inesperado, quesadilla versátil que nos regalas el término del día, el bostezo y el me voy a dormir.
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No hay fiesta para las quesadillas, no hay jolgorio, exuberancia ni banquete, si acaso sorpresa cuando en el mercado las fríen y las rellenan de flor, de rajas o chicharrón, y de esa guisa acompañan a las compras, el desayuno distraído y andarín, la imaginación escasa; sólo con huitlacoche parecen un poco más importantes.
A los melindrosos que no queremos sentir insectos crujir en nuestra boca ni llenarnos el olfato de barbacoa sudorosa, siempre habrá una quesadilla que nos rescate, una simple tortilla con relleno para dejarnos alimentados y conformes. Porque bien aburguesada que es la quesadilla, si lo pienso, comodona y hasta pudorosa; no es cabaretera como el taco que espera abierto, ofreciendo sus carnes adobadas al picor de las salsas, la cebollita y el chile; tampoco irrumpe, escandalosa, con sombreros de lechuga, crema, quesillo y salsa como los sopes escultóricos, aunque hay quien las adorna así; ni se mete a hornear naufragando en mole o salsa verde como las enchiladas. Es sencilla y directa mi quesadilla, así cerrada anuncia: esto soy, hasta aquí llego; ponme un poco de salsa y nada más. De vez en cuando, si acaso, se sincroniza con el jamón para semejar un sándwich porque también es urbana y al día siguiente va de traje a la oficina.
En mi Cocinero mexicano de 1831, reeditado por el ya viejo Conaculta, aparece la receta de las “Quesadillas de prisa”, curiosamente cosidas “con un hilo de escobeta o pita” o unidas con “tres popotes limpios” que se quitaban al sacarlas del aceite. Por lo visto nunca han ameritado que nadie se detenga en ellas, ni a pensar y casi que ni a comer. Aun así no han logrado escapar a una discusión tan nimia como ellas, pero los chilangos decidimos que, aunque rellenas de muchas cosas que no sean queso, seguirán llamándose así porque entendemos, fuera de toda literalidad, su espíritu provisional pero cotidiano, su grandísima poca importancia que al final sostiene nuestros días y le impone su ritmo a los accidentes y las contingencias. Es, por decir así, el pequeño sacrificio merced al cual sale el sol, de nuevo, a la mañana siguiente.
AQ