Desde hace bastantes años tuve el honor de saber que cumplía años el mismo día que David Huerta, el 8 de octubre. Cada vez que nos veíamos, él levantaba el puño en señal de lucha y exclamaba “¡ocho de octubre!”, como si estuviéramos en una manifestación de 1968 y nuestra fecha de cumpleaños ameritara una consigna. Eso que me parecía tan divertido antes, ahora que falleció, justo a unos pocos días de su cumpleaños y el mío, queda resonando en la memoria como un recordatorio triste. David Huerta era de las personas más gentiles que pude haber conocido; por el trato esporádico con él y por lo que nos compartía su esposa, mi amiga y gran novelista —y si no lo creen, lean El cuarto jinete por favor— Verónica Murguía, sabía que David Huerta era de esos pocos seres que reúnen la erudición con la gentileza, la crítica aguda y el destello de la gran poesía con un aura aérea y libre.
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Supe de su partida en Madrid, después de haber estado en la edición del Festival Hispanoamericano de Literatura en La Palma de Canarias, dedicado a México, con un nutrido grupo de colegas. Habíamos celebrado durante algunos días el honor y el privilegio de reunirnos en aquella isla que respira el aire tropical del Caribe y las arenas no lejanas del Sahara para hablar de México, sus escritores y sus libros, bajo la égida del gran J.J. Armas Marcelo y Nicolás Melini, presidente y director del festival. Un día nos llevaron a comer a la costa y pasamos en carretera por la zona devastada por el volcán: me impresionó la lava negra asentándose encima de casas y calles que ya no se recuperarán, y me dolió cuando una poeta canaria nos comentó que ahí estuvo su hogar. Así el viaje tuvo un sabor agridulce, alegre por la posibilidad de por fin encontrarse ahí (pues el festival se había tenido que cancelar en dos años consecutivos debido a la pandemia y al volcán, sin contar con que esta vez un ciclón impidió que aterrizáramos para la inauguración) y triste por la visión de aquellos lugares y irrecuperables. Trágico después, al saber de la muerte del gran poeta y esposo de mi querida amiga.
La muerte como una lava negra todo lo cubre pero sabemos que ahí debajo está aquello inapreciable que vivimos y nutre nuestra historia y el suelo que pisamos. Queda con nosotros el alma de un poeta inolvidable y grande, profundo, gongorino y valiente que en sus últimos días defendió a un amigo del poder y al que extrañaremos mucho, siempre, pues la voz de los poetas es una luz que siempre perdura. Lo despido y me quedo con esta estrofa final de su poema “Donde caíste”:
Donde caíste, en fin,
deja un sabor de límite en la altura
y en el sótano el dulce
guijarro de las resurrecciones.
AQ