Cama | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

El colchón y las mantas son nuestro pequeño refugio, la casa indispensable de la sombra.

"El colchón y las mantas son nuestro pequeño refugio, la casa indispensable de la sombra". (Foto: Claudia Mañas | Unsplash)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Salir de la cama, qué dificultad. Las sábanas te abrazan como los pétalos de una flor carnívora de aroma seductor, su calor te susurra “vuelve, no te vayas”, y te arrastra la tentación de regresar al sueño. De esos placeres se habla poco. Dichoso quien despierta a mitad de la noche sabiendo que le quedan tres o cuatro horas para entregarse con delicia a Hypnos o a su hijo transformista cantado por Ovidio, Morfeo, el de las alas y los brazos protectores. Pero no sólo el sueño, sino aquel entresueño consciente de su privilegio, el instante en que nos arrebujamos en la colcha, acomodamos la cabeza en la almohada blanda y pedimos un poco más, por favor, cinco minutos para convocar más sueños.

El colchón y las mantas son nuestro pequeño refugio, la casa indispensable de la sombra. No el féretro frío, aunque el símil parezca obvio: a los muertos los disponen vestidos, maquillados y peinados, como si estuvieran despiertos, bien preparados para ir al trabajo, listos para continuar en el más allá con una serie de obligaciones sociales; ni así descansan. Pero en la cama somos más que nunca: amamos sin disfraces, pensamos lo más profundo, nos dejamos ir. La cama es como el capullo de nuestros párpados cerrados y los que duermen juntos forman su rostro más amoroso, aunque no siempre, es verdad. Aun así los matones más terribles caen dormidos y dejan a sus víctimas el resguardo del sueño.

Tan sólo ver las tiendas de colchones donde uno prueba a tenderse en el más duro o el más blando, la cama es el reino de la mayor plenitud y también, quizá por lo mismo, la mayor vulnerabilidad frente a los otros: no queremos que un temblor nos agarre entre las sábanas y tener que salir medio vestidos en medio de la noche, frente a los vecinos. Por eso también las piyamas tienen su encanto, son el traje formal de ese pequeño espacio que se convierte en un reino infinito al cerrar los ojos.

La cama del pequeño Nemo, ese comic casi surrealista de principios de siglo, viajaba por sus sueños como una pequeña nave. Al final de la caricatura, Nemo siempre despertaba de una pesadilla cayéndose de la cama y, quizá, de la infancia. Y algo que nunca recuperamos es ese despertar de niños frescos como el regreso de un viaje. El cine de las sábanas blancas, le decía mi padre al mandarnos a dormir.

Pero vuelvo al principio: se habla del insomnio y de la cama que se convierte en tortura y obligación para quien lo padece, pero no se habla del imán poderoso, de la suprema delicia de estirarse, mirar la noche que se cuela por la ventana como un camino largo y espaciado, taparse de nuevo con la cobija y decirse “un poco más”, para retomar el viaje. Un poco más de vida, un poco más de sueño.

AQ

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