“El clima siempre será mejor mañana”.
Dicho popular escocés
“No perderse es un problema de la mente”.
Nan Shepherd
Este invierno me he dedicado a caminar. Terminé el año 2022 e inicié el 2023 caminando. Hay que hacer la aclaración: no es lo mismo caminar, como lo hice este invierno, entre las empedradas calles del barrio Latino en París o por los muelles del Támesis en Londres, protegida de la ligera lluvia bajo un paraguas, envuelta en largo abrigo de lana hasta encontrar refugio en el café más próximo, que caminar bajo la lluvia torrencial que acaba con todo glamour y el viento que rompe todo paraguas en los campos y montañas escocesas, a varios grados bajo cero y sin esperanza alguna de algún refugio ni otro ser humano alrededor, como también lo hice en mis vacaciones navideñas. Tanto se ha caminado y escrito sobre caminar por las ciudades europeas que este tipo de paseante se volvió incluso un personaje literario en el siglo XIX. Mucho menos, sin embargo, se ha escrito sobre los caminos desolados de quienes encuentran placer en caminar no solo para ver, mucho menos para ser vistos, sino simplemente para ser.
Mi primera experiencia caminando entre la naturaleza en Escocia fue tan espontánea que la sorpresa de mi pequeño gran descubrimiento me hizo evocar, irónicamente a la inversa, la de esos primeros cronistas de Indias al adentrarse en las selvas americanas. Estaba probando rutas para correr al aire libre por las calles cercanas a mi casa cuando encontré una pequeña vereda con un apenas visible letrero en forma de flecha indicando un camino de tierra hacia una verde pendiente que se perdía en el horizonte: “Lade Braes Walk” (traducido del escocés sería algo así como “el camino del canal de la ladera”). Decidí independizarme de Google Maps en mi celular y dejarme perder en el camino que a veces se ensanchaba y otras se estrechaba entre frondosos árboles, ya sea rodeando un loch (“lago” en escocés) con patos o atravesando viejos puentes sobre pequeñas cascadas. El incesante sonido del agua corriendo por el río y de las aves eran lo único que escuchaba hasta que ocasionalmente aparecía algún otro paseante o corredor que saludaba al pasar. Ese camino “descubierto” (bastaba con haber leído cualquier guía turística de St Andrews para darme cuenta de su existencia), a solo diez minutos de casa, se volvió mi preferido para salir a ejercitarme después de largas horas frente a la computadora.
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Desde que llegué a vivir a Escocia, hace ya seis meses, he caminado tanto y en tan variadas circunstancias (bajo la lluvia, entre el lodo y la arena, sobre rocas y pavimento) que opté por comprarme unos tenis para una actividad (aún se debate si es deporte, un hobby o solo afán de aventura) que sin planearlo y de manera casi natural empecé a practicar: el senderismo. Quizá porque en esta cultura hay más senderos seguros para realizarlo, la actividad tiene más nombres: se le llama hillwalking, hiking o trekking a caminar largas distancias; algunas definiciones agregan “por placer” (aunque después de algunas horas expuesta al siempre variante clima escocés esto también resulta relativo). Sigo sin comprender mucho las sutiles diferencias entre los términos, pero el primero es muy británico y se refiere específicamente a caminar sobre montañas y el último implica caminar por días enteros, e incluso acampar, en lugares donde puede o no haber caminos construidos deliberadamente para el paseo humano.
Considerando que crecí en una de las sociedades más violentas contra las mujeres, no sorprende que haya intentado el senderismo tan tarde en mi vida. Caminar es otra forma de viajar: una forma de viajar in slow motion. Aún me resulta imposible (como a muchas otras mujeres) imaginar andar sola explorando caminos desconocidos en mi propio país: simplemente no habría mucho qué disfrutar en la soledad de un sendero desierto de México al caer la noche (ni a pleno sol). Y la soledad, ese encontrarse sol@ frente al paisaje, sin más mediaciones que los sentidos y el cuerpo mismo, es parte fundamental de la experiencia de caminar entre la naturaleza.
A diferencia de quien practica montañismo (que sí es mayormente considerado un deporte, y uno bastante extremo), quien practica senderismo de montaña no lo hace con la intención de llegar a la cima, sino por el placer de movilizar el cuerpo y conectarse con el medio ambiente del que se vuelve parte. Creo que sentirme parte de mi nuevo ambiente es lo que me llevó inconscientemente a mi primera experiencia senderista planeada. Un aburrido, pero soleado domingo invernal decidí tomar la recomendación de mi casera, senderista como muchos locales, y salir a explorar un fragmento de los 183 kilómetros del Fife Coastal Path (el camino de la costa del condado de Fife), el cual conecta varios pueblos pesqueros, entre ellos el mío, por un estrecho camino de terracería entre el mar y la montaña. Fueron casi cuatro horas de caminata al lado del mar; el camino está diseñado para que el caminante elija entre bajar a playas vírgenes con formaciones rocosas ancestrales o subir casi imperceptiblemente hasta verdes cimas desde donde se puede apreciar la cinemática belleza del puerto de St Andrews y las ruinas de su antigua abadía.
Mi confirmación como senderista, no obstante, llegó algunas semanas después, cuando acepté la invitación a caminar un trecho más extenso del mismo paseo de la costa de mi colega David Bond, profesor de árabe originario de Glasgow y con mucha mayor experiencia en hillwalking. Recorrimos 13.5 kilómetros en alrededor de seis horas bajo el más inesperado clima: viento, lluvia, a veces sol, más viento, más lluvia, frío, siempre frío traspasando las cuatro capas de ropa térmica que me cubrían. De él aprendí que un buen senderista (escocés) tiene que salir de casa preparado para lo inesperado; de una vieja pero resistente mochila militar, no dejó de sacar los objetos más útiles para lo que íbamos enfrentando: desde un termo con café, varios litros de agua, compactos artefactos para prender fuego y cocinar un instantáneo couscous cuando nos dio hambre, los impermeables más largos que he visto para seguir caminando a pesar de la lluvia, una carpa armable cuando la lluvia fue tan fuerte que nos impidió caminar por un buen rato y hasta un contenedor que me permitió acarrear agua del río para lavar mis antes blancos zapatos cuando se hundieron en un pequeño pantano.
No obstante, la enseñanza mayor fue teórica-poética: días previos a nuestra excursión, mi colega me prestó un viejo libro, con extensas marcas de relecturas, que hizo prometer que llevaría conmigo al paseo: The Living Mountain (publicado en español como La montaña viva), de la escritora modernista escocesa Nan Shepherd. Terminar de leerla después de mi experiencia en la montaña fue una revelación. A diferencia de una guía turística o una crónica de viajes tradicional, que suelen enfocarse en las experiencias prácticas del recorrido, el libro de Shepherd era una reflexión más filosófica sobre la relación entre el ser humano y la naturaleza a partir de la experiencia no solo física sino sensorial, incluso mística, del caminar. Para Shepherd, caminar es una forma de meditación.
Entre los escritores de naturaleza, sobre todo los que cuentan actividades más intrépidas o de riesgo, no se encuentran muchas mujeres, pero Shepherd empieza a ser una autora de culto de cuya vida personal se sabe poco: nació en 1893 y murió en 1981 en el noreste de Escocia; estudió y fue profesora de literatura inglesa durante 41 años en la Universidad de Aberdeen; sostuvo una postura feminista adelantada a su época y nunca se casó. Aunque publicó novela y poesía, La montaña viva es su obra más conocida; y sin embargo, su reconocimiento como autora de una de las mejores obras de naturaleza llegó hasta después de su muerte. Shepherd escribió este libro en los años cuarenta, pero decidió publicarlo hasta 1977. El libro no recibió mucha atención hasta que en 2011 se reeditó con un prólogo del inglés Robert MacFarlane, uno de los escritores de naturaleza más reconocidos actualmente.
El libro relata la experiencia de Nan Shepherd como caminante por décadas de las montañas más cercanas a su casa, las Cairngorm. Aunque se sabe que la escritora viajó a Noruega, Francia, Italia, Grecia y Sudáfrica, siempre regresaba a la villa de West Cults, cerca de Aberdeen, donde creció y residió casi toda su vida. En entrevista para ScotsRadio, la profesora Alison Lumsden, de la Universidad de Aberdeen, ha enfatizado que uno de los legados más importantes de la obra de Shepherd es no haberse olvidado de lo local, ya que en su obra demuestra que para obtener experiencias de vida no es necesario viajar muy lejos: la aventura puede encontrarse cerca de casa. Después de mi experiencia en mi pequeña montaña local, puedo entender a lo que se refieren Lumsden y Shepherd. Viniendo de Berlín y antes de la Ciudad de México, llegar a un pueblo de solo alrededor de 18 mil habitantes, rodeado de montañas y campos ovejeros, implicó necesariamente un cambio en mis formas de ocio y un ajuste en mi propia definición de aventura. Caminar y descubrir senderos a mi alrededor me ha ayudado a conectar con el medio ambiente y su comunidad (los paseantes de los senderos locales sabemos reconocemos). Quizá es verdad que, como dice Shepherd, hay algo en esta tierra salvaje y la subordinación a su clima que se introduce en la naturaleza de su gente, que los marca, nos marca. La escritura es para ella, como para otras escritoras viajeras, la mejor forma de entender esta compleja relación: “Algo se mueve entre yo y la montaña. El lugar y la mente pueden confluir hasta que la naturaleza de ambos se altera. No puedo explicar qué es este movimiento a menos que lo relate” (mi traducción de la página 8 de The Living Mountain). Como Shepherd, este nuevo año tengo la intención de aprender a visitar la montaña como se visita a una amiga: sin objetivo ni destino premeditado, con la única intención de disfrutar su compañía.
AQ