Carlos Denegri: el monstruo de sí mismo

A fuego lento

En El vendedor de silencio, libro publicado por Alfaguara, Enrique Serna logra transformar la abominación en resplandor estético.

Carlos Denegri, protagonista de 'El vendedor de silencio'. (Cortesía)
Roberto Pliego
Ciudad de México /

Hubo un tiempo en el que la llamada “novela de personaje” era tan familiar como la transparencia del aire. Luego llegó el tiempo en que ese término parecía un asunto de profesores nostálgicos. Las mayores palpitaciones estaban en el thriller político o policiaco, las intrigas sentimentales para amas de casa, la autorreferencia. Hoy que la novela de personaje se mira como una antigualla, Enrique Serna reaparece para entregarnos a una de esas figuras extraordinarias a la cual seguimos desde la cuna hasta la sepultura. Esta, creo, es una de las sorpresas mayores que nos reserva El vendedor de silencio (Alfaguara): no un trance, no un fragmento, sino una vida entera, la del periodista Carlos Denegri.

Luego está la recreación de la Ciudad de México entre finales de la década de 1930 y 1969. Como en El seductor de la patria, Serna concibe el destino individual como espejo y prolongación del destino nacional. Denegri es un monstruo con la misma falta de escrúpulos que el país donde ha prosperado a cambio de vender su pluma a los poderosos. Dije que Enrique Serna crea una figura extraordinaria y no por la naturaleza misma de Carlos Denegri como por el personaje en que Serna lo convirtió: un tipo brillante capaz de hundirse en la bajeza, una personalidad empeñada en malbaratar el éxito por el fracaso.

Sugiero entonces que los lectores olviden al hombre de carne y hueso —el mercenario icónico de la prensa mexicana, el golpeador de mujeres, el delator, el patán y el arrogante— y piensen solo en el Carlos Denegri que habita en las páginas de El vendedor de silencio. De esta manera, podrán acercarse a una creatura nacida del estupor y la curiosidad literaria, y no únicamente de la pesquisa biográfica.

Solo así estaremos a la altura de la colosal empresa que Enrique Serna se echó a cuestas. No me refiero, por supuesto, al mural donde expone los contubernios entre la prensa y los empresarios y políticos mexicanos. Me refiero a ese otro mural, con enormes zonas cargadas de sombras, donde el protagonista se yergue ante nosotros en su irrefutable dimensión trágica. Una vez que se ha impuesto el deber de modelar su vida según el credo de los excesos —de mujeres, dinero, cinismo, crueldad—, parece inevitable su propensión al abismo, sus empeños por lanzarse de cabeza hacia su ruina.

De modo que a Enrique Serna le debemos, como le debemos a Nabokov, transformar la abominación en resplandor estético. ¿A qué otra cosa puede aspirar un escritor?

ÁSS


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