Carmen Balcells, la agente literaria que cambió para siempre las reglas del juego editorial en el mundo de habla hispana, era una mujer supersticiosa y fiel practicante del esoterismo. No permitía que alguien brindara con agua, evitaba pasar el salero sin dejarlo antes sobre la mesa y en ella no admitía a trece comensales, temía la rotura de los espejos, no pasaba por debajo de una escalera, firmaba los contratos con autores o con editoriales únicamente los días terminados en siete y a su astróloga de cabecera, la italiana Lisa Morpurgo, solía pedirle la carta astral de sus clientes y conocidos para saber cómo proceder con cada uno de ellos. Aunque siempre estuvo rodeada de los grandes intelectuales, empresarios y políticos de la región (era adicta al poder), la aguerrida y frondosa mujer que convirtió a Barcelona en la capital del boom, fiaba su suerte a un cuarzo blanco metido en un cuenco de cristal azul lleno de agua y a una calabaza encargada de absorber las malas vibras.
Lo cuenta su paisana, amiga y clienta Carme Riera, escritora y académica de la lengua, en Carmen Balcells, traficante de palabras (Debate), una monumental biografía de la catalana fallecida en 2015 que, si bien no es una hagiografía, tampoco es un perfil muy crítico que digamos. El libro fue presentado en la sede de la Real Academia Española, donde cada jueves se “fija, limpia y da esplendor” al diccionario de nuestra lengua, en medio de una tarde anaranjadacasiroja debido a una descocada calima que le dio a toda la península ibérica un aspecto marciano. Esquivando el maldito polvo y apoyado en su bastón, Mario Vargas Llosa, último sobreviviente del boom latinoamericano, llegó a esta casona, donde él mismo ocupa uno de sus vetustos sillones (el ele mayúscula), para asegurarse de que la conversación con la biógrafa fuera un homenaje a su agente y amiga entrañable.
“Fue la misma Carmen quien me pidió que yo encabezara su beatificación, porque para sus autores era una santa y, bueno, aquí está este libro para empezar ese proceso”, empezó a hablar Carme Riera, medio en broma, medio en serio, y Vargas Llosa no se aguantó: “pero el título no me gusta. ¿Traficante?”, dijo frunciendo el ceño. Riera no tardó en entrar al quite: “es que era el término con el que ella se definió varias veces. Y, oye, traficante no es algo necesariamente negativo”. Los dos escritores no iban a crear un conflicto por una palabra, porque ya hay un montón en este país, en este continente y en este mundo, y por eso se centraron en las bondades de esa “persona extraordinaria y generosa” que, según ellos, fue Carmen Balcells y que la también escritora Rosa Montero, por cierto, define como “una reinona increíble.”
“Una vez se disfrazó de papisa, porque era lo que en realidad quería ser: la autoridad suprema del mundillo literario. Pero también fue una gran amiga a la que le podías contar todo y con toda confianza. Eso sí, luego ella podía darte un consejo o una orden”, arguyó Carme Riera, quien tuvo acceso irrestricto a los archivos de su amiga. “La verdad es que ella”, tomó el relevo el autor de Pantaleón y las visitadoras, “se apoderaba de tu vida y la organizaba en función de lo que a ella le parecía mejor y, en general, acertaba”. A él, por ejemplo, le forjó su destino. El Nobel era profesor en Londres y sólo escribía en sus tiempos libres. Un día llegó la Balcells con un montón de regalos para sus hijos, como si fuera Santa Claus. Mientras los niños empezaban a jugar, muy sería le dijo a él: “¡vas a renunciar a la Universidad y te vas a ir a vivir a Barcelona!” Le hizo caso, dice, “porque cuando a Carmen se le metía algo en la cabeza, había que darle gusto o había que matarla”.
En otra ocasión, la incisiva agente literaria le pidió al escritor peruano que la llevara a su país para probar la ayahuasca. Fueron a la selva de Iquitos, a la choza de una bruja que fumaba puros y cantaba. “Carmen se tomó un bebedizo espantoso y de inmediato se puso reír. Le dije que se calmara, que sus risas podían ser tomadas como una falta de respeto para la gente que estaba allí. Pero la bruja parecía muy despreocupada: ‘déjela, le ha dado la reidera, que es mucho mejor que si le hubiera dado la llorera’. Bueno, pues la dejé que se riera compulsivamente”, contó Mario Vargas. Y entonces la imagen de una desquiciada Carmen Balcells se instaló entre el público.
AQ