Un sábado 31 de agosto a las once de la mañana el organismo contaminado y debilitado de Charles Baudelaire (1821-1867) dejó de batallar en este mundo. Con un solo libro, Las flores del mal, mutilado por la censura, Baudelaire inauguró la poesía moderna. En la obra de Baudelaire se combinan el elogio del hedonismo, la crítica social, el resentimiento misantrópico, la profecía estética, el ansia mística, la tentación blasfema y, sobre todo, la compasión extensiva por los demás sufrientes. Porque, allende sus obras, ha quedado su efigie de hombre quebrado, fracasado, adicto y casi indigente, capaz, sin embargo, de ejercer una honda solidaridad con los que padecen.
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El libro del escritor ecuatoriano Mario Campaña, Baudelaire. Juego sin triunfos (De Bolsillo, 2008), traza una biografía ágil y seria en la que confronta la mitificación romántica. Como sugiere el autor, Baudelaire tuvo una trayectoria con muchos obstáculos y episodios desdichados y estuvo lejos de cosechar en vida la gloria que anhelaba; sin embargo, resulta un tanto efectista reducir su existencia a un martirio, pues también desplegó una enorme capacidad de goce.
Hijo de un viejo (François Baudelaire tenía 62 años cuando nació Charles) y una joven, Baudelaire quedó huérfano de padre a los 8 años y vivió las segundas nupcias de su madre con un militar como una irreparable traición y abandono. El pequeño celoso creció entre París y Lyon, resultó un estudiante e hijastro problemático y, cuando lo expulsaron de su colegio, a punto de terminar el bachillerato, fue enviado como medida correctiva a un viaje a la India, que interrumpió a medio camino para regresar a París y ejercer su vocación de escritor. Apenas alcanzó la mayoría de edad tomó posesión de la herencia de su padre, pero la despilfarraba de manera tan demencial que su familia interpuso un recurso para que ese legado le fuera suministrado en modestas mesadas.
Baudelaire, al tiempo que se convirtió en alma de la bohemia citadina, comenzó su lenta y torturada obra poética; renovó la crítica de artes plásticas; comenzó a atesorar sus intuiciones sobre la modernidad y se deslumbró con otro atormentado, el norteamericano Edgar Allan Poe, a quien tradujo y promovió más que a él mismo. En 1848, en el curso de la Revolución, Baudelaire vivió una epifanía personal y política, salió a la calle, peleó en las barricadas para reconciliar revolución y humanismo; su insurrección era una revancha familiar y un parteaguas social. Con todo, la traición y manipulación del movimiento y la entronización de un nuevo déspota con el voto popular frustraron definitivamente la credulidad política del poeta. Lo que siguió fue un nuevo enclaustramiento en sí mismo: la conclusión de Las flores del mal, el desgaste de su proceso judicial, las relaciones ambiguas con el gremio literario y ese enemigo íntimo, la sífilis, que se le había encaramado desde la juventud, y que lo envejeció, lo enmudeció y precipitó su partida.
ÁSS