Flores para Baudelaire

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Una vida llena de sufrimiento y un éxito post mortem caracterizan a este transgresor poeta, uno de los más influyentes de la modernidad.

Charles Baudelaire en 1862, fotografiado por Étienne Carjat. (Wikimedia Commons)
Armando González Torres
Ciudad de México /

El 9 de abril de 1821, el sesentón François Baudelaire y su segunda esposa, la muy joven Caroline Dufays, celebraron el nacimiento de Charles, su primer hijo como pareja. Cuando el niño tenía 6 años, el padre murió y la madre volvió a casarse, lo que significó la primera traumática ruptura para el futuro poeta. Charles no resultó especialmente brillante ni disciplinado en los estudios, mantuvo una relación turbulenta con la madre y con el padrastro, un adusto militar, y en la adolescencia su afán de ser “autor” agravó la fractura familiar.

Charles Baudelaire rehusó seguir la carrera de Leyes y comenzó su prolongada trayectoria, plagada de contagios venéreos, paraísos artificiales y derroches, en la bohemia artística. Escribió ensayos proféticos de crítica de arte, tradujo y promovió con el mayor altruismo a su hermano desconocido Edgar Allan Poe, fue construyendo lentamente su obra maestra Las flores del mal y consolidó el poema en prosa en francés en El spleen de París. Ninguno de estos trabajos le permitió vivir de la literatura. Sin embargo, la aparente falta de rumbo de su obra y su orgullosa marginalidad, le brindaron total libertad y originalidad.

En 1857, se publicó Las flores del mal y, a diferencia de Madame Bovary de Gustave Flaubert que ese mismo año fue sujeto a juicio, absuelto y objeto de una gran celebridad, el poemario de Baudelaire resultó condenado, mutilado y, pese al escándalo, no logró la notoriedad esperada por el autor.

Nada parecía depararle la literatura al escritor prematuramente envejecido y amargado: su actitud era cada vez más errática, imploraba reconocimiento, intentó hacer fortuna en Bélgica y terminó escribiendo un panfleto contra ese país. La enfermedad, siempre latente, lo invadió y ya casi ciego y hemipléjico volvió a los brazos de la madre, de nuevo viuda, para sufrir una larga agonía. Estos son los hechos de una vida desventurada; sin embargo, en la compacta obra del escritor se opera el vuelco más radical de la época moderna en torno a los conceptos de poesía, belleza y moral. Su carisma transgresor, su lucidez para mirar las tendencias estéticas y sociales emergentes y su dúctil y refinada expresión lo vuelven, acaso, el poeta más influyente de la modernidad, como lo sugiere su peso en la historia cultural y su multitud de seguidores e ilustres exégetas. Sus tópicos apuntan a la exaltación del pecado, al dolor sin redención, a la soledad en multitud, al azote del tedio y a la sensación de vacío y, para plasmar esta nueva sensibilidad, dispone, al mismo tiempo, de un depurado oficio y de una descarnada sinceridad.

El herético y voluptuoso poeta reniega de lo religioso, pero, como sugiere Yves Bonnefoy, busca restituir esos mismos misterios en lo más sórdido. Este cronista de la calle y lo efímero brinda una nueva dimensión al dolor, que se aparta de sus pretensiones de trascendencia ultramundana y se convierte en un medio visceral de conocimiento, una desgarrada y terrenal pedagogía.

AQ

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