Ya no sé cuántos documentales he visto sobre Chavela Vargas en los últimos años. Cada tanto me topo con la noticia de que se ha estrenado alguno y yo voy a verlo nomás porque, además de contar la claroscura historia de la señora, siempre exhibe trozos de México. Las películas han resultado ser buenas o regulares, pero como de manera directa o indirecta hablan de mis raíces culturales, pues me doy por bien servido. No obstante, mi sorpresa inicial fue que la cantante de voz desgarrada es más famosa aquí que en el país donde se hizo artista. O por lo menos así me lo parecía, pues siempre me encontraba sus discos en tiendas y almacenes, salía constantemente (grabada o en vivo) en la tele y personajes como Pedro Almodóvar y Joaquín Sabina siempre la tenían presente. “Chavela Vargas hizo del abandono y la desolación una catedral en la que cabíamos todos” es, tal vez, la frase más famosa (y definitoria) que sobre ella ha pronunciado el director de cine. Y Por el boulevard de los sueños rotos, el himno que le compuso Sabina, me parece una de las canciones más entrañables del mundo.
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Estuve en su último concierto. Fue una calurosa tarde del verano de 2012 en el patio de la emblemática Residencia de Estudiantes, uno de los hogares de Federico García Lorca, el poeta con el que decía la cantante que hablaba en sus noches de insomnio. En el escenario la acompañaron Miguel Poveda y Martirio, como para dejar claro que las rancheras y el flamenco son hermanos carnales. Ese día, más que cantar, Chavela recitó. Tenía 93 años, ya estaba muy enferma y en silla de ruedas, con la voz más apagada que brava. “Fui por la vida entre resbalón y resbalón y entre tequilón y tequilón”, resumió la mujer que en su juventud presumía de llevar pantalones y una pistola. Dio todo de sí misma, al día siguiente tuvieron que llevarla al médico y ella exigió viajar de inmediato a México porque no quería morirse en España. Allá se murió tan sólo un mes después.
No tardaron en sucederse, digo, varios documentales en torno a su figura, también libros y conciertos-homenaje. Ahora han hecho una obra de teatro donde los recuerdos de la intérprete se funden en un espacio onírico. Se llama Chavela, la última chamana, está escrita y dirigida por la argentina Carolina Román y en ella participan las españolas Luisa Gavasa, Paula Iwasaki, Raquel Varela, Laura Porras, Nita y Rozalén. De la música en directo se encarga Alejandro Pelayo, teclista de Marlango. Se presentará en Madrid hasta el próximo mes de mayo, luego irá a las principales provincias de España y quién sabe si luego se represente en México.
La puesta en escena parte de una recia declaración realizada en vida por el personaje evocado: “yo no me voy a morir porque soy una chamana y nosotros no nos morimos, nosotros trascendemos.” Chavela vuelve a casa después de una larga gira y presiente que en unos tres días se la va a llevar “La Pelona”. Así que todo sucede entre este y el otro mundo. Ella repasa su infancia, su juventud y su madurez entre ruiseñores (con énfasis en los personajes célebres con los que convivió: de Frida Kahlo, pasando por José Alfredo Jiménez, hasta Ava Gardner o Pedro Almodóvar) y cada una de esas etapas, llenas de dolor, alcohol y balazos, las envuelve en sus mejores interpretaciones.
La dramaturgia de realismo mágico le hace justicia a la trayectoria de la cantante y, al mismo tiempo, mitifica su universo y hasta la eterniza. De paso, invita a los espectadores a “ser auténticos” y a “vivir con pasión y libertad.” Supongo que Chavela jamás pretendió dar lecciones o moralejas, pero es respetable la versión que nos ofrece la autora de la obra. Yo me quedo, sobre todo, con los temas que entona Rozalén y con el final de la función: artistas y público cantando al unísono “La llorona”.
A mi generación no nos tocó ver y admirar mucho a Chavela Vargas (y creo que tampoco considerarla una chamana), pero soy consciente del lugar que ocupa en la historia musical de México y en la cultura popular hispana. Su historia personal, además, es una de esas vidas a las que hay que prestarle atención. Su difícil infancia, ser migrante, el precio que tuvo que pagar por ejercer su libertad, su carácter indómito, el alcoholismo enfermizo, su esfuerzo por ganarse la vida cantando y resultar inconfundible por su estilo… “Quién supiera reír como llora Chavela”.
AQ