Cine y masticación | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

Entre palomitas y celofán, cualquier película se transforma en un no muy agradable concierto.

Los críticos de antaño solían ser muy duros ante la masticación durante las películas. (Foto: Felipe Bustillo | Unsplash)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Hace unas semanas fuimos al cine; desde la pandemia, ha sido una decisión delicada, puedo decir que nos hemos desacostumbrado. Pero ir a la Cineteca, tan civilizada, tan cerquita que nos queda, ¿cuál puede ser el problema? Eso pensamos antes de toparnos con la masticación.

Tratamos de ver una película que trata sobre música (Tár, con la gran Cate Blanchett) flanqueados por varios jóvenes que masticaban, arrugaban bolsitas, sorbían grandes refrescos, rascaban pozos inmensos de palomitas que despedían su aroma inapelable y dictatorial, a nacho con queso y claustrofobia. Con todo y las quejas, los disculpe y los carraspeos, ese concierto tardó media película en acallarse, cuando por fin se les terminaron los instrumentos; lo bueno es que era larga. Y no es que yo esté libre de culpas: ¿cuántas veces no he hurgado en el celofán à la recherche de las pasitas con chocolate durante una función? Hay algo con el cine y la masticación, como cenar viendo la tele o comer sumergidos en la pantalla del celular; al parecer, la mandíbula necesita actividad para temperar su azoro, su excitación o su disgusto. A un placer se une otro, sin duda, pero quizá hay niveles o mejor dicho, decibeles.

Y eso que era la Cineteca; en los cines comerciales la masticación es más entusiasta, por decir así, y en los VIP se incluyen los brindis. No hay para dónde hacerse, como quien dice: quizá unirse al banquete y masticar en grupo con entusiasmo resignado, como suele suceder.

Mi padre y los críticos de su generación se quejaban mucho, pero mucho, de la masticación durante las películas. El cine es un arte, decían, y hay que guardar silencio para entender y absorber lo que sucede en la pantalla sin sorber; protestaban airadamente contra el público tan maleducado y las bolsitas de celofán que a estas alturas me parecen inocentes, tímidas en comparación con los empaques actuales, ecológicos o no, que proyectan el nerviosismo de los dedos a todos los oídos. Claro que mi padre y sus cuates fumaban en el cine, un placer que me tocó experimentar; fumar un cigarrillo es más silencioso, aunque provoca toses que a su vez no permiten ver la película. Y cáncer, ya sabemos. Y niebla que resultaba muy ad hoc para las películas policiacas en blanco y negro, pero para las otras no. Ahora los fumadores tienen que salir por su dosis de humo y regresar, ni modo. ¿Llegará el día en que, para no incitar al dañino carbohidrato, los masticadores tendrán que salir a rascar la bolsa de palomitas al callejón de atrás?

Ahora parecería que los defiendo, pero no es así. Fue una tortura, les digo, un concierto sobre el concierto. Y ese olor… Eso sí, muy interesante la película.

AQ

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