No sé si lo he contado antes pero… sépanlo todos: tengo una tía que es monja. Si lo confieso (nunca mejor dicho) en medio de estos tiempos aciagos, cuando un virus nos acecha al estilo de las plagas bíblicas, es porque debido a ello me he visto en la necesidad de recurrir a su experiencia. ¿Quién mejor que una monja de clausura para guiarme y reconfortarme en este encierro mío de cada día (que cada vez, por decreto presidencial, se alarga más)?
Puestos a ser sinceros, les diré también que no siempre he sido santo de la devoción de mi tía. Cuando era niño, mi concepto de monja se basaba en las encarnaciones terrenales e interpretativas de la India María (La Madrecita y Sor Tequila), María Victoria (Sor Metiche) e, incluso, en Sor Inés, una monja de verdad y muy moderna (que un día enjaretó Raúl Velasco a la numerosa audiencia de Siempre en Domingo) y que cantaba entre sintetizadores y luces juguetonas su hit intitulado "Un rayo de sol" y el clásico remasterizado "Dominique nique nique" (años más tarde, todo hay que decirlo, quedé fascinado con "Las dos monjas", el narcocorrido del grupo Exterminador que cuenta la historia de un par de “hermanitas de Durango”, quienes decían llevar en su camioneta “tecitos y leche de polvo pa’ los huerfanitos”, hasta que los federales revisan el cargamento y descubren que en realidad transportan mariguana y cocaína). Todas, en la pantalla, eran monjas dicharacheras, pícaras y divertidas (y las de la canción, unas delincuentes intrépidas y aguerridas).
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Mi tía, en cambio, parecía ser la antítesis de cada una de ellas. Decía que se había casado “con el Señor” pero, una vez al año, salía de su convento y llegaba completamente sola a mi casa. Eso sí, siempre cargada de bolsas enormes, llenas de dulces, que nos repartía sin ton ni son a toda la familia. No obstante, debajo de su hábito, daba la sensación de ser una mujer aburrida y muy tiquis miquis.
Se llama Antonia, y yo, no recuerdo por qué, solía saludarla con un enérgico y risueño ¡Antonia, cara de demonia! Acto seguido, ella abría los ojos hasta el infinito, se agarraba el crucifijo que le colgaba en el cuello, y no tardaba en ponerse muy digna y seria. A la par, mi madre se escandalizaba y, al grito de “¡muchacho cabrón!”, mi padre me soltaba un trancazo con la intención de deslomarme. A mí no me importaba: me iba a ver las repeticiones de Chiquilladas en el Canal Nueve, mientras me comía un buen puñado de monjiles y empalagosos dulces. Lo malo era que luego ella se despedía de mí con cierto rencor (¡por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa!). O esa era la sensación que me quedaba.
Pasaron los años y nuestra relación mejoró cuando me enteré de que una tal Sor Juana Inés de la Cruz y una tal Teresa de Jesús aprovecharon sus enclaustramientos para escribir sendas obras literarias. La ilusión me acercó a ella: ¿y si un día mi tía nos sorprende y nos restriega en la cara un libro místico de su autoría? Hasta la fecha eso no ha ocurrido (y no juzguen mi ingenuidad) pero, a estas alturas del partido, y en medio del Apocalipsis de estos días, ya da igual. Lo que importa es su ejemplar disciplina conventual y su fe inquebrantable, dos cosas que hoy pueden serle útiles a cualquiera. Así que por eso el otro día decidí llamarla por teléfono a su sacrosanta burbuja.
Hablé con ella después de comer. En México eran los ocho de la mañana, pero para mi tía no era muy temprano porque todos los días se levanta a las cinco. Le pregunté que cómo estaba, claro. “Muy bien. Sin ningún agobio. Es la ventaja de vivir encerrada”, me soltó al instante, y la envidia se apoderó de mi mente. “Rezando muchísimo. Por ti y por toda España y por todo el mundo”, agregó con cariño. Le pedí consejos para sobrellevar el confinamiento. “La actitud con que lo afrontes es muy importante. Mira en tu interior. Cuando algún pensamiento no te haga bien, deséchalo. Tomate tu tiempo para hacer cosas sencillas: limpiar, cocinar, leer… Escucha buena música. Habla con tus seres queridos. Y reza. Porque seguramente no rezas desde que hiciste la primera comunión, ¿verdad?”, me reprendió antes de zambullirse de nuevo en su vida contemplativa. Más tarde, desde la Basílica de San Pedro, el Papa rezó por todos nosotros. Envió su bendición al mundo y concedió la indulgencia plenaria (que nos viene muy bien a todos los pecadores), yo me dispuse a seguir los consejos de mi tía y ahora mismo estoy como monja de clausura. ¡Cuídense!
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