Son las 18:00 horas del lunes 16 de marzo del 2020 y también hoy, puntual en la terracita de mi departamento en el primer piso de una colonia en la periferia de Roma, estoy aquí para “Volar” cantando la canción italiana más famosa en el mundo junto a millones de otros italianos que como yo vencen al tiempo con tapaderas, cacerolas e instrumentos improvisados. Es nuestro flashmob cotidiano: cada tarde a las seis abrimos las ventanas, salimos a nuestros balcones y cantamos la misma canción, es un ritual colectivo que nos une en una sola voz.
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Somos muchos, cada vez más numerosos, cada uno confinado en su propia casa, pero asomado a su balcón para decirle a los demás que existe. De Turín a Palermo, de Milán a Roma y desde Florencia hasta Nápoles, estamos todos aquí tanto hoy como ayer, para cantar con todas nuestras fuerzas un estribillo italiano que sabemos de memoria. Y durante cinco minutos, el tiempo que dura una canción, nos despojamos de todo tipo de miedo, lo hacemos pedazos con bailes y tarantelas, y levantamos de verdad el vuelo hacia ese cielo que no deja de estar azul.
Son las seis de la tarde, pero el sol está aún alto, los retoños en los árboles anuncian ya la primavera y la naturaleza no se detiene, al igual que el vuelo de cientos de miles de parvadas de golondrinas que se levantan desde nuestros techos. En la lejanía existe y resiste el canto del mar. Se evaporan los ecos de las bocinas de la policía que nos invitan a quedarnos en casa, son ellos los que ahora marcan nuestros días.
A quien salga sin un motivo válido (salud, compras, trabajo), se le persigue penalmente. Entre los motivos permitidos no se encuentra la nostalgia hacia los propios padres o abuelos, no son válidas las excusas de los enamorados o los deseos de los amantes, el paseo contemplativo o el incontenible deseo de un abrazo o un beso. Éste es el momento de la responsabilidad. Mientras más permanezcamos en casa, el virus se propagará menos, y lloraremos menos muertos. ¿Hasta qué punto sabremos renunciar a nuestras libertades y por cuánto tiempo más?
Desde hace una semana sesenta millones de personas luchan con todas sus fuerzas contra un enemigo invisible, así dijo hoy a la hora de la comida nuestro Presidente del Consejo, Giuseppe Conte, durante una conferencia de prensa en la televisión de Estado. Es desde hace una semana que médicos, enfermeros, fuerzas del orden y de la protección civil combaten enérgicamente esta batalla en los hospitales, en la calle, en las nuevas estructuras instaladas rápidamente. Es a ellos a quienes dedicamos un fuerte aplauso al mediodía, a nuestros héroes.
La emergencia Covid-19 cambió profundamente nuestras vidas, introduciéndose poco a poco en nuestras costumbres más arraigadas y obligándonos a estar en casa ya sin el derecho a reunirnos. “Permanezcamos unidos” decían nuestros abuelos en tiempos de guerra, una guerra diferente a la actual, donde el enemigo estaba de frente y no al lado, y donde cuando había miedo se podían abrazar unos a otros.
Ahora todo es diferente. No existen frentes, ni barricadas que se puedan sostener, en esta dura batalla que no conoce tregua. Los abuelos son mantenidos alejados de los nietos, los niños de los compañeros de escuela, los hijos de los padres ancianos, y los amigos de los amigos. Negocios cerrados, calles desiertas, cines y teatros sellados, también las santas misas fueron suspendidas. Prohibidas las bodas, incluso los funerales, hoy no es posible siquiera el último abrazo del adiós. Nada de estrechamiento de manos, hoy la distancia se vuelve ley, cintas de papel adhesivo dividen nuestros espacios en los supermercados que permanecen abiertos, y que nos recuerdan que hoy tocarse es pecado mortal. Hoy el ritual del café parece un recuerdo lejano, los bares están cerrados, cerradas las bocas dentro de los cubrebocas de protección, mientras aumentan hora con hora las medidas para escapar de este enemigo invisible que nos quita incluso la respiración. Las noticias en la televisión hablan de 47 mil contagiados y más de 4 mil muertes en unos cuantos días.
Los días pasan, aumentan las restricciones, la emergencia irrumpe en toda Europa y se cierran también las fronteras: por primera vez nos sentimos solos, solos y vulnerables frente a una batalla que tenemos que combatir solos, antes que nada alterando nuestras costumbres personales de vita. La emergencia no conoce nacionalidad, ni confines, y nos concierne a todos: el virus no conoce diferencias de clase social o proveniencia. No eres tú el peligro, al contrario, podría serlo yo. ¿Quién puede sentirse seguro? Son nuestros demonios interiores los que toman forma. Permanecer en casa sin trabajo nos quita dinero, pero nos da tiempo: para nosotros mismos, para lo que hemos perdido, nos arriesgamos a perder o perderemos. Y en el exiguo espacio de nuestras casas, en nuestro reducido espacio vital, se dilatan los afectos, se exploran otras dimensiones, se hurga en los escondites y nos descubrimos indefensos. Incluso la balanza cambió al cambiar el peso que le atribuimos a los pequeños rituales cotidianos de los que hemos aprendido a privarnos para salvaguardar la vida de nuestros padres, de nuestros abuelos y de nosotros mismos.
Son las seis y cuarto cuando empezamos a entonar el himno nacional italiano desde nuestras ventanas. En este canto no están solamente nuestras voces, sino también nuestro orgullo italiano y el deseo de hacer saber al mundo que lo lograremos. A un lado cucharas cacerolas, tapaderas y campanas, las manos en el pecho, nos estrechamos todos alrededor de una sola bandera.
Incluso los más tímidos se dan ánimo y mientras nuestras oraciones se mezclan con nuestros cantos y se levantan hacia el cielo, las paredes tiemblan, las distancias vacilan y desde lejos nos estrechamos con un inmenso abrazo.
Un aplauso prolongado hace eco en toda la bota italiana. Son las seis y veinte, los últimos cierran las ventanas mientras la música se esfuma y regresamos a nuestras vidas.
Para consolarnos quedan las palabras de los poetas, en esta lengua nuestra tan viva y rica de pasión para mantener aún con vida nuestras esperanzas. El virus ha devorado todo, pero no nuestra poesía. “Todo va es estar bien” escriben los niños en grandes mantas que se llenan de arcoíris para luego extender al sol, “todo va a estar bien”, la frase rebota de ventana en ventana, de ciudad en ciudad, “todo va a estar bien” lo pienso también yo mientras otro día muere, otro está a las puertas y me descubro silbando un viejo estribillo de Domenico Modugno.
Volare oh, oh
Cantare oh, oh
Nel blu dipinto di blu,
Felice di stare lassù
“La Protección Civil Italiana activó una cuenta corriente para la donación, en estos momentos dramáticos y de emergencia. Quien quisiera contribuir puede realizar una donación en su página web”
ÁSS