Aunque es posible encontrar muchas razones para entender cómo la poesía ha devenido un lugar, no sólo de cualquier experiencia posible, sino de toda clase de ocurrencias —a diferencia de lo que ha pasado con la narrativa, en la que ahora predomina un realismo casi reaccionario—, es complicado entender por qué el capricho o la arbitrariedad más extrema, en nombre de la espontaneidad o la experimentación, ocupan el sitio que antes tuvo el rigor y la búsqueda de la obra más original con el más alto grado de expresión. Desde luego, este fenómeno también ocurre en otras artes. En la plástica podemos ver cómo, bajo las formas del conceptualismo, del arte objeto o de interpretaciones fáciles de la pintura abstracta, los “artistas” pueden defender las representaciones más vacías y elementales, aunque impliquen, en la realización, duros y subarrendados trabajos de fontanería, herrería, costura... Este culto a las ideas atropelladas, al margen de todo arquetipo, en la poesía alcanza muchas veces un grado insospechado. Aquí, el lema de la espontaneidad a costa de lo que sea y sin límite alguno puede llegar a dimensiones inenarrables. En este contexto, me sorprende, y no, el libro Me llamo cuerpo que no está (Lumen, 2023) de Cristina Rivera Garza.
A lo largo de veinte años, a través de cinco libros de poesía, ella ha desarrollado una escritura que, por la forma cortada de las frases en supuestas líneas versales y por el encadenamiento violento y voluble de las imágenes, se ofrece como poesía; pero que, bien miradas las cosas, por la ausencia de una síntesis eficaz de sentido y sentidos, no lo es. Es difícil comprender cómo alguien que escribe narrativa en forma competente puede, al saltar sobre el terreno de la poesía, pensar que no existe ninguna forma de rigor y que la única exigencia ineludible es una especie de asociación libre, con recurrencias de diversa índole (fácticas, fantasiosas o librescas). Es muy común encontrar en el libro de Rivera expresiones como “tubércula queja” o frases como “desgracia inaugural con sortija de muerto en anular” que, además de sonar de manera terrible, no obstante que se trata de un heptasílabo y un endecasílabo con mala rima asonante, no posee un valor expresivo más allá de lo rebuscado y grotesco. Es, exactamente, como si a uno se le ocurriera decir, con o sin falsas aliteraciones, en esta locuacidad de lo “espontáneo”: “sobre el rojo corre el líquido mercurio liso con la voz de mi mano ennoblecida”, que obviamente implica una capacidad de asociación, pero de ningún modo creatividad verdadera.
Comprendo que este tipo de composición está ligado de manera creciente a formas de especulación teórica y a discursos libertarios de carácter sexual, difundidos hoy por hoy de manera sistemática en instituciones públicas y académicas. Gracias a estos vínculos surge la falsa legitimidad de una poesía que no lo es. En esta reducción, la invención poética pierde su fuerza primigenia, ya no es “Todo lo que la noche/ dibuja con su mano/ de sombra”, y aparece un discurso maliciosamente ideológico en una narrativa, embozada y despótica, con signos catastróficos y el cuerpo de un yo que debemos suponer —échense este trompo a la uña— hablante y desaparecido.
ÁSS