“Justo merecido”, un cuento de Aída López Sosa

Ficción

Este cuento forma parte del libro Despedida a una musa y otras despedidas, publicado por Libros en Red.

"Su celular era inaccesible, sagaz para esconder sus fechorías". (Foto: Warren Wong | Unsplash)
Aída López Sosa
Ciudad de México /

Siempre pensé que era raro pero inofensivo. Al principio me inquietaba que pasara tantas horas en la laptop o en su teléfono celular. El tiempo libre lo dedicaba al jardín o a jugar con el perro; disfrutaba la vida al aire libre. A veces discutíamos por cosas sin importancia y volvía ya de noche con unas copas de más. Lo mismo de todas las parejas. Lo normal.

Un día llegó y me propuso que compráramos seguros de vida cada uno y que nos pusiéramos como beneficiarios entre nosotros, argumentando que salía frecuentemente de viaje y no quería dejarme desprotegida. En el momento me pareció buena idea, si no fuera porque el fin de semana siguiente lo escuché hablando por su celular en voz tan baja que quizá ni su interlocutor alcanzaba a escuchar. Su sonrisa silenciosa, discreta, lo delataba.

El día que encontré un anillo de plata en el bolsillo de su pantalón, me dijo que era justo que me propusiera matrimonio después de cuatro años en unión libre. Casi me convenció, luego pensé que tal vez fue una escapatoria ante mi descubrimiento. Comencé a observar los horarios en los que llegaba del trabajo cada día de la semana, sus expresiones cuando estaba en el internet; no podía dejar de pensar que estaba chateando con una de las tantas amantes que seguramente tenía. Sabía de sus querencias antes de mí.

Una madrugada la intensidad de su mirada me despertó, él estaba viéndome fijamente, sentí una corriente de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies, no sé cuántas veces. Comencé a sudar. En su mesa de noche había una tijera, dijo que la había utilizado para cortarse un mechón de cabello que le tapaba el ojo impidiéndole leer. No pude evitar acordarme de los seguros de vida, seguramente me eliminaría, se quedaría con una de sus mujeres o quizá con todas y con el dinero. Comencé a insistir en que cuándo nos casaríamos, pero me decía que cuando le llegara un préstamo que solicitó en su trabajo. Llegó más rápido el seguro que el casorio. El préstamo ya no supe.

Revisaba sus camisas, los bolsillos de sus pantalones, los papeles de su portafolio y no encontraba nada para comprobarle sus infidelidades. Su celular era inaccesible, sagaz para esconder sus fechorías. Él no usaba tarjetas de crédito, así que yo no sabía ni a dónde iba, ni qué compraba, mucho menos cuánto ganaba. Siempre que le reclamaba llegaba más tarde de lo habitual y se quedaba en el sofá de la sala, a veces el sueño me vencía y no veía la hora. Algo que nunca le perdonaré es que el día de nuestro cuarto aniversario me dejó plantada con la cena preparada porque su jefe lo invitó a unas copas y como quería un ascenso prefirió irse con él a un bar. Al menos eso me dijo. Seguro me mintió.

Esa noche fue la última que aguanté sus desplantes, su indiferencia. No dudé en abrir el closet y sacar un bate de beisbol de cuando él practicaba ese deporte. Cuando oí que estacionó el carro me coloqué detrás de la puerta y cuando la abrió le golpeé la cabeza con tanta furia que me cimbraron las manos al primer impacto. Los siguientes golpes se desbordaron hasta que no pude más. Justo merecido. Tomé el duplicado del carro y me fui sin rumbo. Un parpadeo me sacó de la carretera; nunca supe cómo llegué al hospital. Le dije a los doctores que no me acordaba de nada; no pregunté por él para no levantar sospechas. No soy viuda, nunca nos casamos. En cuanto salga iré a cobrar el seguro de vida. Necesito unas vacaciones.

AQ

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