Devenir animal

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Con inusual equilibrio y sobriedad, el escritor estadunidense David Abram invita a cuestionar algunas certezas de la moderna civilización y recuperar facultades atrofiadas.

David Abram, filósofo estadunidense con enfoque especial en la ecología. (Foto: Carmen Harris vía Wikimedia Commons)
Armando González Torres
Ciudad de México /

El escritor estadunidense David Abram tiene un perfil poco convencional: ha ejercido como prestidigitador callejero, etnólogo amateur, explorador y filósofo. No es extraño que su libro Devenir animal, una cosmología terrestre (Sigilo, 2021) que transita entre el encomio de la naturaleza, la antropología, la exaltación animista y la literatura autobiográfica, resulte tan desconcertante como deslumbrante.

La escritura de Abram tiene el encanto de la amalgama exótica de saberes, pero, sobre todo, la profundidad e intensidad del hallazgo poético. Lo que quiere hacer el autor en este conjunto de ensayos híbridos es incitar al lector a abrirse a los sentidos, pegar el lenguaje a la tierra y asumir plenamente la existencia corporal. Con inusual equilibrio y sobriedad, Abram invita a cuestionar algunas certezas e inercias de la moderna civilización y recuperar facultades atrofiadas.

Abram reconoce, por ejemplo, las aportaciones positivas del lenguaje humano objetivo que posibilita la ciencia y la tecnología, pero sugiere que, muy a menudo, hay que abandonarlo para fundirse más plenamente en el transcurso del mundo. El lenguaje es mucho más que aquello orientado a informar con precisión de temas prácticos, rebasa lo racional y tiene un componente animal, mineral y cosmológico por el que tanto cosas animadas como inanimadas se comunican entre sí. Abram convida a la aventura de reencontrar ese lenguaje cósmico, disolviendo esas artificiales fronteras entre mente, cuerpo y mundo y reconciliándose con nuestra animalidad y sus lazos con el resto de las cosas. Porque todo depende de todo y la humana no constituye una existencia aislada o privilegiada.

La suerte de comunión universal que Abram preconiza está basada en nociones que comparten la física, la biología, la psicología, la astronomía y la poesía modernas, pero sobre todo, en la propia experiencia del autor, que hace de sus exploraciones en las montañas, sus travesías en kayak o sus crónicas cotidianas, auténticas epopeyas de la percepción.

Se trata de una invitación poética, más que programática, a ejercitar la atención más humilde y aguda a fin de constatar que en el mundo no hay nada mudo, ni inerte y que en todo lugar e instante se replica un proceso de cocreación y reciprocidad (la aparición de un ciervo, el susurro de un árbol, la sonrisa de una roca, la conversación con leones marinos y ballenas).

Los rasgos fundamentales de la pedagogía sensible de Abram son la curiosidad, la simpatía y la compasión hacia todo aquello que vive de diversas maneras. Son muchas las influencias que se pueden rastrear en esta desafiante escritura: la magia arcaica, el pensamiento de Spinoza, los trascendentalistas americanos, sobre todo Thoureau, el mejor pensamiento ecológico o la fenomenología. Sin embargo, una afinidad entrañable que se me ocurre, y que no menciona el autor, es con otro enamorado del mundo, Francisco de Asís, y su extrema fraternidad con todo lo visible y lo invisible.


AQ

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