Para soportar el resguardo entre alcoholes profilácticos y rasposos, mejor bebe vino. Ella ama los tonos del vino, mirar a trasluz la copa y los distintos rojos que se mueven en el cristal. Casi, casi, leer en el vino, espiar la danza de sus espíritus en las transparencias del guinda y el carmesí, antes de buscar el aroma por el que revelan sus secretos como en suspiros y después, mucho más tarde, el sabor. El sabor que corresponde al aroma y es como abrir un cofre de tesoros olvidados, paisajes de bosques lejanos, ensoñaciones. Como si en el vino pudiera retomar conversaciones olvidadas con seres que quizá fueron o pudieron haber sido. Por eso unos vinos le gustan más que otros, porque aluden a recuerdos de paraísos antiguos.
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Y después del sabor, el agradable estar del vino en el cuerpo, como si se le trasladara de su aposento frío al cálido de las conversaciones o los soliloquios y callados deseos, como si su espíritu, ya se sabe, la habitara. Mucho mejor lo dijo Baudelaire:
Car j'éprouve une joie immense quand je tombe
Dans le gosier d'un homme usé par ses travaux,
Et sa chaude poitrine est une douce tombe
Où je me plais bien mieux que dans mes froids caveaux.
(“L’âme du vin”)*
Pero su amor por el vino no empieza ahí, ni en el olfato, ni en el paladar, ni siquiera en los libros, sino en la mirada: es una voyeuse del vino, lo espía largo rato antes de encontrarse con él, como a los seres amados cuya simple existencia la deslumbra.
Y mientras espía al genio que ondea en el caldo, aprovecha también para apreciar las copas de formas y cristales distintos, y pensar que, al contrario de lo que se podría suponer, es decir, que el líquido maleable adapta su forma y su condición al duro envase que lo aguarda, el vino obliga al cristal a cambiar de forma (“Él sabe bien que los vinos cambian de sabor hasta con la forma de la copa”, dijo don Alfonso Reyes aludiendo al buen bebedor), pues el vino respira, asciende o se concentra como hace cada quien a lo largo de su vida, para lo cual necesita copas como torres o amplios castillos y peceras, y de la misma manera que el vino exige la forma de la copa, modifica también nuestra forma física y nuestra manera de ver el mundo. Nos vuelve amplios y orondos, generosos y báquicos, a veces esbeltos y saltarines, o bien somnolientos y melancólicos según el vino de que se trate. Nos habita como un condómino exigente y exquisito, mientras ensancha el espíritu, ahora confinado, lleno de temores.
*Porque siento una alegría inmensacuando caigo en el gañote de un hombre maltratado por sus trabajos
y su cálido pecho es una dulce tumba
donde mucho más gozo que en mis cavas heladas.
(Traducción de Margarita Michelena)
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