Desfiles | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

Desde los triunfos romanos con sus cautivos, el conquistador coronado de laureles y las marchas militares, hasta las pasarelas de moda o las procesiones de día de muertos, estos despliegues aspiran, siempre, a contar una historia.

Render de las delegaciones de cada país desfilando en el Río Sena como parte de la ceremonia inaugural de los JJOO. (olympics.com)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Me gustó mucho el desfile previo a las Olimpiadas en París, no sólo por los escenarios fastuosos y las imágenes que ahí se presentaron, sino también porque transcurrió sobre las aguas del río Sena. Cambia mucho la naturaleza de un desfile así, en el que quienes van pasando flotan, más que marchar; así se le quita el carácter militar y se parece más a una especie de carnaval en el que los deportistas saludaban, pegaban brincos, cantaban rompiendo la uniformidad. Y eso fue, creo, más que un desfile un carnaval, aquella fiesta de la inauguración olímpica que a muchos nos dejó felices y a otros ofendió, quizá por antiguo y moderno a la vez: los dioses antiguos encarnaron en una tecnología que nos mostraba un futuro desconocido.

A diferencia de una manifestación, que permite la espontaneidad, los desfiles tienen programa fijo y orden preestablecido, siguen una dramaturgia con su tensión y sus momentos culminantes. Desde los triunfos romanos con sus cautivos y el conquistador coronado de laureles y las marchas militares, hasta las pasarelas de moda o las procesiones de día de muertos, los desfiles tratan de contar una historia. Quizá eran el cine de los antiguos por sus imágenes y sus trajes, especialmente los trajes: los uniformes, los ricos vestuarios de los gobernantes, los disfraces estrambóticos. Imágenes que pasaban y se iban, una novela evanescente, literalmente pasajera, que grababa una huella fuerte en la memoria. Y no hablemos de las procesiones terroríficas, pensadas para atemorizar y aleccionar, que nadie se atreva a romper el orden so pena de terminar desfilando amarrado y en harapos al cadalso.

Pero este desfile carnavalesco de París me hizo recordar a Sergio Pitol y su genial novela El desfile del amor. Aquí el desfile es una imagen proferida por uno de los personajes más interesantes de nuestra literatura, el turbio y demoniaco Martínez que tras bambalinas maneja fortunas y deseos del curioso grupo de residentes y refugiados de guerra en aquel edificio conocido como la Casa de las Brujas: “Para algo nació uno con dotes de diplomático. Les resolvería sus problemas sin que siquiera llegaran a enterarse. De vez en cuando, algún domingo, traeríamos un trombón y una tambora, y todos los inquilinos, todos sin excepción, desfilarían tras la música por estos corredores. Sería el desfile del amor, la marcha de la concordia, y yo, su bastonero de oro”.

Hay gente con vocación de desfile, ya sea porque la vida pasa frente a ellos sin que dejen de ser siempre espectadores de escenas que a saber si recuerdan, ya porque no hagan ni piensen en otra cosa que desfilar frente a los demás, demostrando esto o lo otro, pero ese es otro tema.

AQ

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