En algún tramo de uno de los ocho relatos que componen El destino es un conejo que te da órdenes (Pepitas, 2019), damos de súbito con esta revelación mágica: “El agua te llevará al fuego”. La pronuncia justamente un conejo de estatura humana con el cual la protagonista sostiene una melancólica complicidad. El lector ya conocerá por sí mismo adónde conduce la trama. Me interesa señalar que la irrupción de cierta anomalía en el curso de la realidad es la carta con la que Eduardo Rabasa establece las reglas de su juego.
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Que un conejo —y pensamos de inmediato en Lewis Carroll— guíe los actos de una púber parece tan descabellado como que un médico fabrique un supositorio diseñado para relajar las tensiones habituales al ejercicio del poder o que un hombre termine confundiendo a su enemigo con los algoritmos de un videojuego. Si alguien duda hasta ahora del efecto encantadoramente literario de la suspensión de la realidad debería tomarse muy en serio El destino es un conejo que te da órdenes.
Si un buen tipo puede revolcarse con un despojo de mujer en la atmósfera podrida de un cámper o un grupo de monjas apostar el honor en un casino de Las Vegas es porque Eduardo Rabasa ha sabido concebir una personalidad escritural para cada una de las voces —ocho, como los relatos— que exponen su caso. Voces, he dicho, y debería precisar: voces que no guardan ningún parentesco entre ellas sino que componen una desbordada polifonía. Además de la imaginación llevada al límite en cada uno de los relatos, esta autoridad para convertir a los protagonistas —es decir, los narradores— en un lenguaje me parece uno de los méritos mayores de Eduardo Rabasa en la tierra del cuento.
Hay, por supuesto, mucho más por celebrar. Destaco, sobre todo, la creación de personajes que actúan como si caminaran frente a la promesa de un desfiladero. Son excéntricos, descolocados, ajenos a los protocolos de la estabilidad mental. Ni en nuestras más barbitúricas pesadillas daríamos con ellos.
El extrañamiento y los universos donde habita, y las estrategias de las que se vale para golpear nuestro aceptable equilibrio emocional, tienen ya un nombre en la narrativa mexicana: Eduardo Rabasa.
ÁSS