Antes de que los trozos de roscón relleno de crema dulce comiencen a ser engullidos por una pequeña multitud, los tres Reyes Magos, con ropajes un poco deslucidos, salen de la sacristía y se colocan en el altar para disponerse a repartir los regalos. Miro con atención y la cara de Baltasar me parece conocida. Al acercarme compruebo que, efectivamente, se trata de Mamadou, un señor senegalés, alto y frondoso, que sobrevive en las calles del centro de Madrid pidiendo limosna. “¿Pero tú no eras musulmán?”, le pregunto después de saludarlo. Hace unos años, Mamadou me contó sobre su fe religiosa cuando lo entrevisté para un reportaje sobre la inmigración africana en España. Estábamos conversando en la Plaza Jacinto Benavente cuando, de pronto, se interrumpió a sí mismo, miró el reloj y me dijo: “perdona un momento, es la hora de mis oraciones”. Enseguida se inclinó, rezó y luego retomamos la entrevista. Como sigue pidiendo limosna en la calle, suelo encontrármelo de vez en cuando y hoy lo veo, por primera vez, en una iglesia católica. “Sí, yo musulmán. Pero es magia del pare Ángel”, me responde con media sonrisa.
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El padre Ángel es el sacerdote más famoso (y solidario) de la ciudad. Lleva más de medio siglo ayudando a niños, jóvenes, drogodependientes, víctimas de violencia de género, inmigrantes y ancianos desamparados a través de su ONG Mensajeros de la paz. A reserva de sus albergues y bancos de alimentos, la iglesia de San Antón es su buque insignia o, mejor dicho, su principal escaparate social y mediático. Aquí los feligreses, los “sin techo” y los turistas no dejan de entrar y salir durante todo el día.
Situada en la céntrica calle madrileña de Hortaleza, permanece abierta las 24 horas de los 365 días del año, una característica que no fue fácil consolidar, pues al padre Ángel le costó varios años de insistencia ante el alto clero. Hoy, este templo construido en el siglo XVIII se distingue por su equipamiento tecnológico: posee red Wi-Fi, un confesionario con iPad y mesa-camilla para quien tenga problemas de movilidad, así como cuatro pantallas de plasma para seguir las retransmisiones de las misas del Vaticano o, incluso, la final de la Champions League. Aquí la gente puede pasar a tomar un café y galletas, ir al baño, cambiarle el pañal a su bebé, recibir atención médica primaria, asesoría jurídica, ser canalizado al banco de alimentos o a un comedor social, cargar la batería del celular, echarse una siesta en sus confortables asientos y, claro, confesarse, escuchar misa y rezar.
Cada Día de Reyes, además, entre estos muros se reparten trozos de roscón y regalos. Como en España la separación Iglesia-Estado no está clara, el día es festivo oficial y mucha gente tiene tiempo de venir a pasar la tarde. En realidad, entre los asistentes abundan los “sin techo”, quienes suelen portar una mochila o una maleta repleta con sus únicas pertenencias. Todos hacen fila para recibir un obsequio (ropa interior, gorros y bufandas, una cobija, dulces…) y luego disfrutan el pan con un vaso de chocolate caliente que reparte un puñado de voluntarios. Otros años ha venido un coro para cantar villancicos, pero éste no. Dice el padre Ángel que, simplemente, “no hubo suerte”.
Mamadou, en cambio, no piensa lo mismo. A sus 54 años, doce de ellos viviendo en la calle, este hombre al que todavía le cuesta comunicarse plenamente en español parece que vive uno de los días más felices de su vida. Hace una semana, uno de sus “colegas de calle” le dijo que en la iglesia de San Antón buscaban a un negro para el día de Reyes. No es que entre los asiduos al templo no haya africanos, es que nadie quería representar el papel por timidez o vergüenza. Mamadou llegó, se ofreció y enseguida le dijeron que sí. Así que ahí está, ataviado con una túnica guinda y una capa y un turbante dorados. Sonríe al entregar los regalos y sonríe cuando le sacan fotos. Un rato después entra a la sacristía, se quita el “ostentoso” atuendo y se integra al resto de la gente para comerse un trozo de roscón. “Solo dulce, no cerdo”, le dice, por si acaso, a un mesero-voluntario. Y entonces, mientras come, un niño cargado de melancolía y desolación se le acerca: “¿pero qué te ha pasado, Baltasar?, pareces un pobre”. Mamadou no responde, mira fijamente al pequeño, apura el bocado, reniega de la magia de esta fecha tan católica, se levanta y se va refunfuñando: “¡esto, en mezquita, no pasa!”
ÁSS