¿Dónde lo leí? En algún lugar un escritor o un personaje presumían que su nombre, domicilio y teléfono figuraban en el directorio. Pensé por eso que las primeras casas con teléfono en cualquier ciudad tendrían algo de notable; estar registradas en la guía de teléfono ostentaría su chic. Busqué en mi Almanaque Bouret de 1897 el anuncio del directorio general de la República Mexicana: ¨Los nombres de los principales habitantes de la Ciudad de México, con la dirección de sus respectivos domicilios y la de sus negocios” ocupaban una sección completa, al lado de aquellas dedicadas a las oficinas de gobierno, comercios e industrias. En el almanaque no hay números de teléfono, supongo que aún habría muy pocos en la ciudad, quizá sólo en los cuarteles y mediante operadora. De hecho, para 1900 no había más de 3 mil teléfonos en toda la República. Eso sí, las oficinas de telégrafos y sus precios ocupan páginas y páginas en mi facsímil, editado por el Instituto Mora hace bastantes años.
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Los directorios de entonces, con sus nombres de “los principales habitantes” debían ser más livianos que los muy democráticos de hasta hará, quizá, ¿veinte, quince años?, cuando aún existían en toda su plenitud. Crecía el monstruo urbano y cada año pululaban por las colonias unos señores muy agitados y sudorosos con sus diablitos repletos de libros gordos: el directorio blanco y la sección amarilla. Por un dinero te cambiaban el del año pasado por el actual (¡y ay, de aquel que no entregaba el anterior!). Uno procedía inmediatamente a buscarse en el directorio, a su familia o a su casa, y constatar su existencia entre los ochocientos mil García, Martínez, González, Pérez, un ejercicio de demografía a escala y lugar en el mundo. Algún prestigio de principal habitante quedaría al figurar con nombre y dirección en el gran ladrillo y hasta ostentarlo, como en aquel libro que ya olvidé. Después, los apellidos raros, los médicos por si se ofrecía, los nombres de los amigos y a veces de los enemigos también. El pequeño universo del Directorio tenía su interés para curiosear un buen rato, y la Sección Amarilla no se dijera: ¿quién no miró los anuncios de los detectives privados, antes de los devocionarios, después de los dentistas, los deportes y los destapacaños?
Esos directorios tan odiosos en las mudanzas pero tan útiles para planchar papel arrugado o subir los muebles de nivel, se fueron achicando hasta desaparecer por completo, tragados por el mundo infinito de Internet y sus réplicas, junto con nuestras ganas de figurar en sociedad con nuestro teléfono y dirección, un escaparate para el Mal que desde hace tanto y tanto nos acecha y no se va.
AQ