Los dones del resucitador

A fuego lento

Desde la amistad y la admiración, este texto despide a Roberto Diego Ortega, "El Bob".

Roberto Diego Ortega, 1955-2023. (Cortesía Familia Ortega del Vecchyo)
Roberto Pliego
Ciudad de México /

Conocí a Roberto Diego Ortega —para asiduos y anónimos, El Bob— a finales de la década de 1980, cuando llegué a Nexos por la mano del azar. Dos cualidades me encandilaron una vez que el trato se volvió más o menos habitual: su voz de barítono y un sentido del humor salpicado con ciertas dosis de estoicismo. Digamos que El Bob se tomaba la risa muy en serio, casi con adustez.

Más llamativo me resultaba que dirigiera una revista en cuyas páginas convivían los cuerpos semidesnudos de actrices, vedetes y símbolos eróticos de la farándula, con algunas expresiones culturales. ¿De modo que ese hombre ya entrado en los treinta era la prueba viviente de que la actividad empresarial, siempre a merced de los cambios de fortuna, no está reñida con la poesía? ¿De modo que la bolsa y la pluma podían compartir la mesa en santa paz?

Sin embargo, a mis ojos Roberto Diego Ortega era sobre todo un poeta, el mismo que escribió, en Línea del horizonte (1979): “En la línea del horizonte/ la muchacha del cabello vegetal/ revierte su cantidad hechizada/ preparando un vértigo distinto”. Era el lector puntilloso de T. S. Eliot y José Lezama Lima, el de tono elegiaco que en mitad de la conversación te sorprendía con un aforismo que sonaba igual a un saludo: “¿Y el amor?” Después trataría —con menos asiduidad de la que hubiera deseado— al Roberto de Nacer a cada instante (1994), al anfitrión fabuloso, al maratonista del whisky, en su casa de la colonia Narvarte, junto a su cómplice y compañera Rocío del Vecchio, mientras los años noventa iban desdibujando las ambiciones nacionales. (Por cierto: con el paso del tiempo, El Bob poeta se convirtió en uno de los rumores mejor guardados de las letras mexicanas. Se dejaba ver muy de vez en cuando, con el aura legendaria de una obra inédita que aspiraba a la perfección, y de la cual ofreció algunas pinceladas en el suplemento El Cultural —número 248—, que dirigió durante ocho años: “Aprendí los secretos para editar revistas/ el quid de una portada y el olor de la tinta/ en las imprentas, el dilema de una aventura/ cifrada en un tiraje. El juego el riesgo/ —aun el equilibrismo, la prestidigitación—/ y desde luego la fotografía/ la feria de episodios y anécdotas/ el manantial de narraciones prodigiosas/ —reales o ficticias—/ y el desafío de inventar la vida misma/ sin reposo, un día tras otro”.)

Hay más, por supuesto. Como si se tratara de prodigar talento, Roberto Diego Ortega se ganó una merecida e irreprochable reputación como editor. Ya desde su paso por Nexos, cuando había cumplido 25 años, hasta la conducción de El Cultural, fue un deshacedor de entuertos: un texto que llegaba con la apariencia de un mendigo salía publicado con el garbo de un príncipe. Y es que El Bob tenía los dones del resucitador. Como amigo, como colega y escritor, sabía procurar vida. A tu salud, maestrazo, y olé.

AQ

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