Efialtes, traidor y cobarde

Bichos y parientes

Apenas mencionado por Heródoto en sus ‘Historias’, este hombre es epítome de la traición, la codicia, la cobardía.

Fotograma de la película '300'. (Warner Bros.)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Hay dos versiones importantes de aquel sujeto llamado Efialtes de Tesalia. Liddell y Scott traducen su nombre como “pesadilla, concebida como un demonio asfixiante”. Por supuesto, la primera referencia, la original, es la de Heródoto (Historias, Libro VII, 213-215), que era la única, hasta la estupenda película 300, de Zach Snyder (2007) sobre los cómics de Frank Miller. En mi juicio de villamelón del cine, la película debiera alcanzar un lugar entre los clásicos. Es muy poco lo que dice Heródoto sobre Efialtes, pero esas pocas palabras bastan para colocarlo como epítome de la traición, la codicia, la cobardía.

Por su agencia, los griegos fueron derrotados en las Termópilas. Jerjes, con un ejército inmenso, avanzaba contra la formación espartana, defendida en un estrecho por apenas 300 valientes. “Los lacedemonios combatieron en forma memorable, demostrando a gente que no sabía combatir, que ellos sí sabían… Los persas, puesto que no podían en absoluto apoderarse de la entrada, aunque lo intentaban atacando por batallones y en toda forma, volvieron grupas”, dice Heródoto.

Entre espantados y confundidos, los persas no sabían qué hacer. Y ahí aparece la traición: Efialtes, “quien, en la creencia de obtener de Jerjes una gran recompensa, le indicó la senda que a través del monte llevaba a las Termópilas”. Heródoto no da ninguna descripción del traidor. La película lo presenta al modo de cómic: deforme, monstruoso, repugnante. Y añade un detalle estupendo, que no viene de Heródoto sino de la tradición: Efialtes se acercó al general de la defensa espartana, Leónidas, ofreciéndose como hoplita para la lucha. “Alza tu escudo”, indica Leónidas, y el jorobado no puede.

Plutarco conservó el dicho de las madres espartanas al entregar a sus hijos el escudo: “con éste o en éste”, así de lacónico. Nosotros, abundosos en palabras, decimos: “vuelve con tu escudo (victorioso), o sobre tu escudo (muerto)”. Más que las lanzas o la espada, del escudo depende el éxito: todos juntos, sin abrir una fisura. Efialtes ponía en riesgo a toda la formación. Resentido, acude a Jerjes, buscando hacerse rico con la traición. Pero los traidores no son más que objetos de uso: nadie los quiere en sus filas. Efialtes murió huyendo, despreciado por persas y por griegos.

Los espartanos son admirables, sí, pero ni de chiste imitables: me quedo con el repaso que les da Platón, por voz del Ateniense a los otros dos griegos, el Cretense y el Lacedemonio, en el primer libro de Las leyes: el objetivo de la vida ciudadana no es el poder, ni el placer, sino la calidad de la conversación.

Esquilo, que fue soldado en las batallas de Maratón y Salamina (victorias griegas), supo perfectamente por qué terminaron siendo derrotados los persas, cuando su ejército era muchísimo más numeroso que el de los griegos. Los derrotó la sumisión al poder. Frente a los reveses en combate, los persas se ven urgidos de consultar al espíritu del gran rey Darío, y lo invocan. Cuando aparece, les provoca tanta reverencia, tanto temor, que ni siquiera se atreven a mirarlo y tienen que recurrir a su hija, Atossa, porque no hallaron en sí los arrestos para decirle la verdad. En las formas tiránicas, las del poder concentrado en un solo mandón, no es posible la verdad, porque no es posible hablar. Los súbditos se congratulan de su obediencia ciega y su sordera a todo, excepto la voz del amo y la repiten sin dilación ni cavilación. Los persas invocaron al espectro de Darío, pero no se atrevieron a hablar con él. En efecto, la batalla de las Termópilas terminó con la victoria de Jerjes y el arrasamiento de los espartanos, pero las fuerzas griegas, dispersas y exiguas, contaban con un recurso superior: en tanto ciudadanos, estaban obligados a participar poniendo el cuerpo, pero, sobre todo, la mente. Eran menos, pero eran mucho más inteligentes y lograron que cundiera el miedo entre los obedientes. Por supuesto, los persas se mostraban despóticos y victoriosos, pero en el fondo sabían, ellos y los griegos, como Esquilo, que no es lo mismo servir con abyección a la hýbris, que confrontarse con la verdad y la inteligencia de otros.

A los persas terminó derrotándolos su propia abyección. Las suyas fueron victorias compradas a traidores, bajo el poder sobre seres serviles que habían renunciado incluso a la significación de sus propias palabras. Hablaban para borrarse. Lo suyo era volver grupas.

AQ

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