El diálogo como partero

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Frente a los dictados unilaterales e infalibles de la religión o del poder, Platón muestra que el conocimiento constituye un alumbramiento innegablemente colectivo.

Fragmento de 'La escuela de Atenas', por Raffaello Sanzio. (Wikimedia Commons)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Platón, que desconfiaba de la poesía, paradójicamente escogió para divulgar su pensamiento, más que el tratado, el diálogo dramático, habitualmente conducido por su maestro Sócrates, ese hombre discutidor e inquisitivo que acostumbraba platicar con sus conciudadanos, plantearles preguntas incómodas y conminarlos a precisar sus ideas con la mayor claridad y síntesis posibles.

En su libro Leer a Platón (Alianza Universidad, 1997) Thomas Szlezák desmonta, más allá de sus contenidos, el mecanismo de los diálogos y descifra su encanto para los lectores no profesionales de filosofía. Porque los diálogos no se limitan a la exposición filosófica o argumentación lógica e incluyen un nutrido arsenal de recursos literarios, que comprende relatos míticos, anécdotas históricas, variadas situaciones dramáticas y una amplia gama de caracteres humanos. Por eso, los diálogos, amén de tensión intelectual, poseen verosimilitud y colorido humano (como la memorable borrachera del célebre banquete) y constituyen una delicia costumbrista que deja ver el día a día de la Atenas de su tiempo.

Los diálogos, a menudo, adoptan la forma de una controversia que busca clarificar, desbrozar y precisar determinado concepto. Las preguntas aparentemente ingenuas de Sócrates propician replanteamientos, cotejos y cambios de opinión. Más que una retórica invencible, Sócrates esgrime reparos del sentido común que, gradualmente, van propiciando la revelación de la verdad en la propia voz de los interlocutores.

Uno de los propulsores de la revelación es la ironía, que pone en evidencia las conclusiones absurdas o ridículas a las que se puede llegar cuando no se tiene cuidado con el uso de las palabras o no se razona adecuadamente. De hecho, las palabras anquilosadas se manifiestan como hábitos mentales que limitan al que las profiere y dejan su actuar sin examen y, por ende, sin libertad. Por eso, los diálogos someten a la crítica el empleo inercial de las palabras y los conceptos, revelan las incoherencias de la moral convencional y denuncian que las acciones humanas son frecuentemente impulsadas por falsas premisas, conceptos equivocados y significados malentendidos. En el discurso oral, y coral, de los diálogos la verdad se va construyendo continuamente, gracias a las preguntas, respuestas, réplicas y enmiendas de los interlocutores, las cuales provocan el ascenso de la charla y la aparición de formas más depuradas de razonamiento. Por lo demás, la viveza de los diálogos lleva al lector a participar en la contienda dialéctica y a emocionarse con sus lances y desenlaces, con la forma sorprendente o chusca en que se expresan inconsistencias lógicas o incongruencias morales y con el agitado proceso mediante el cual parece darse a luz la verdad.

En todo caso, sugiere Szlelák, frente a los dictados unilaterales e infalibles de la religión o del poder, Platón muestra que el conocimiento constituye un alumbramiento innegablemente colectivo y el diálogo es su gran partero.

AQ

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