El 20 de enero se consumaron simbólicamente las bodas entre el poder político autoritario y la nomenclatura digital. Contra las ilusiones en torno a la capacidad liberadora de la tecnología digital; su papel de contrapeso a los poderes establecidos y su posibilidad de fortalecer la autodeterminación ciudadana que se albergaron hace unas décadas, cada vez más voces la han concebido como una prisión, disfrazada de funcionalidad. La capitulación de los magnates tecnológicos que el pasado lunes acudieron servilmente a aplaudir al tirano recargado, parecen confirmar las tesis apocalípticas en torno a la esfera digital.
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En su libro Infocracia, el aclamado Byung-Chul Han considera que la acción comunicativa basada en el discurso racional, que se instauró durante la Ilustración, y que ya había sufrido el fuerte embate de los medios masivos, queda herida de muerte con el advenimiento del mundo digital. Ciertamente, las posibilidades de información e interactividad que abren internet y las redes no implican automáticamente que el ciudadano cuente con mejores elementos de juicio para tomar decisiones racionales. Esta saturación, al contrario, disminuye la importancia de los argumentos razonables o los hechos reales.
El autor sugiere que nunca antes, como ahora, han existido tantas posibilidades de creación y manipulación de información por parte de múltiples agentes, lo que afecta las nociones de certidumbre y veracidad. La indistinción entre información falsa y verídica, el flujo incesante de estímulos fragmentados y el sentimiento privativo de excitación en el espacio virtual afectan la deliberación racional y la democracia. Asimismo, el frecuente anonimato y volatilidad de los interlocutores transforma la práctica discursiva del diálogo en monólogos, cuya finalidad no es convencer sino aplastar y humillar al otro. Porque la incapacidad de separar la opinión de la propia identidad impide escuchar al otro y lleva a que cualquier intento de discusión sea un acto de autopropaganda y reforzamiento de las propias creencias. Todo ello, según el autor, conduciría a una inevitable desintegración de la verdad y a la transformación del individuo contemporáneo en un zombi ávido de información.
El diagnóstico de Byung-Chul Han que en realidad resume, con un pedante laconismo y un patente simplismo, los principales argumentos y críticas contra la esfera digital, es básicamente cierto, sin embargo, carece de originalidad y detalle (por ejemplo, qué hacer para acotar el poder de estas empresas tecnológicas) y, sobre todo, de balance y matices, pues, en ese mismo yermo digital, florecen oasis de inteligencia y creatividad, espacios que acercan aficiones y vocaciones, agentes que promueven acciones viables y realistas, y reflexiones críticas serias sobre las acechanzas del mundo digital. Una visión de conjunto que ignora estas esperanzadoras excepciones y posibilidades y que se estaciona en el pesimismo pasivo, resulta irresponsable y efectista.
AQ