No sé por qué se me quedó ese recuerdo un poco desolado: a los doce años, parada en el camellón de avenida Revolución esperando el tranvía para regresar a mi casa de la secundaria, vi el esmog. Apenas se empezaba a hablar de él, pero ese mediodía pude constatar la nata gris que lo cubría todo, la calle que se parecía moverse detrás del humo de los autos como en las películas, y sospeché que el futuro no sería como el que los niños de mi rodada habíamos visto en la televisión: tan limpio y automático como en Los supersónicos, Viaje a las estrellas, Perdidos en el espacio y en esos mismos años, en el cine, Barbarella y 2001: Odisea del espacio.
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Al año siguiente me cambiaron de secundaria y, como tenía buen nivel de inglés, la maestra me dio a leer 1984 en clase, con lo que mi confusión aumentó. En esos años setenta el futuro se me terminó de borrar entre horrendas canciones de protesta, productos naturistas contra aquel plástico de apariencia limpia que todo lo contaminaba y el eje vial que arrasó con mi tranvía. ¿Cómo sería el año 2000? Imposible imaginarlo a esas edades.
En 1982, la película Blade Runner nos resolvió parte del enigma: el futuro iba a ser tan cochinón como ya empezaba a ser, de hecho tan sucio y tóxico que habría que emigrar a otro planeta de manera irremediable, pero eso sí, todo tenía un aire bellamente trágico. Además, en el futuro actuaban Harrison Ford, Edward James Olmos y unos androides perfectos. Un futuro así no era tan difícil de concebir en esas circunstancias, y ciertas generaciones nos podíamos entregar al fatalismo encontrándole hermosura a los estacionamientos abandonados, las calles grises y los grafitis que invadían todo. Eso sí, había que olvidarse para siempre del señor Spock y los bonitos trajes espaciales porque el futuro, de alguna manera, había llegado.
Y así de nuevo nos engañábamos, pues nunca imaginamos el papel que las computadoras llegarían a tener en nuestras vidas, ni el peso del mundo virtual. De alguna manera, supongo, eran cosas difíciles de representar en ese entonces. Además, tener hijos le quita cualquier atractivo al fatalismo; la vida, el trabajo, el futuro que se convierte en unas poquitas certezas y muchas dudas, y deja de aparecerse como representación. Eso sí, ahora que lo pienso, 1984 estaba más cerca de lo que creía.
Pero el domingo pasado, viendo el show del medio tiempo del Super Bowl con Rihanna cantando en esas plataformas flotantes, acompañada de un ejército de bailarines disfrazados como los espermatozoides de aquella vieja película de Woody Allen, no pudimos sino exclamar: ¡mira, el futuro! En medio del caos, a fin de cuentas, este futuro sí se ve como el futuro.
AQ