Luis Felipe Fabre nos ha entregado con Declaración de las canciones oscuras (Sexto Piso, 2019) una buena novela. Leerla es divertido por su humor sensual y su prosa despabilada, pero también es interesante porque plantea un debate sobre la poesía actual.
La narración desarrolla, en un primer plano, un fantástico viaje noctámbulo donde escuchamos una graciosa conversación que nos recuerda al Quijote y las expresiones aturulladas de un joven inseguro, observado por un pícaro. Pero este viaje pone en escena, en un segundo plano, la declamación continua de las liras de san Juan de la Cruz —franqueadas por fray Luis de León y santa Teresa de Jesús— y elabora, en otro plano simultáneo, un discurso de la aceptación del yo íntimo, es decir, del autorreconocimiento psíquico y, sobre todo, de la autoconciencia sexual en combinación con una socarrona escatología.
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Esta curiosa peregrinación nocturna, porque la parte principal de Declaración… ocurre en “la noche oscura” con la imagen de tres hombres a caballo resguardando una maleta con un cadáver, está hilada —y esto es lo interesante— con comentarios y advertencias que crean, cuarto plano concurrente, un efecto de ficción erudita y nos ofrece así una discusión de carácter poético sobre la naturaleza mística del verso del poeta carmelita y la defensa de una visión académica de la poesía de finales del siglo XX.
Fabre, con su texto sobre san Juan de la Cruz, no desplegó —o no quería hacerlo de manera exclusiva— una anécdota o un suceso más o menos plausible para contarnos, en la demora propia de la creación de uno o varios personajes, una historia. Fabre no nos cuenta una historia, aunque está ahí clara y comunicativa. Más bien recurre a la forma de la novela para discutir, en el terreno de la acción dramática, qué sucede con el poema de san Juan cuando éste lo escribió o cuando nosotros lo leemos. Y la respuesta de Fabre está en la boca de un personaje secundario, la madre Ana de Jesús, cuando dice:
“Cientos de páginas declarando nada, páginas y páginas de ese subido saber no sabiendo, de comunicar sin decir y decir no diciendo”.
Con las palabras de la monja, Fabre nos dice que la poesía del santo no dice nada y que, por extensión, la buena poesía tampoco. Sin embargo, lo que vemos nosotros, como lectores de San Juan y de Fabre —militante de los agujeros, del “no lugar”—, es que la poesía sí dice: en primer lugar, dice en San Juan el amor a Dios como experiencia transgresora, cosa impensable para la neoizquierda; y en segundo lugar, dice que Diego, el personaje central del texto, es un poeta y además un hombre que desea a otro hombre.
El secreto de la novela, el “no decir diciendo”, Fabre lo revela mostrando que también es un “decir diciendo” en el autorreconocimiento, en el saberse, en la reflexión. Es una buena sorpresa que Fabre haya redescubierto, sin darse cuenta, el valor múltiple y ambiguo de la significación, tan importante en la poesía mística y en la poesía homosexual.
RP | ÁSS