El niño y el coro

Luis Jorge Boone escribe "las evocaciones de un niño que mira con asombro cómo agoniza su entorno familiar", en Toda la soledad del centro de la tierra

Una historia coral que narra las vicisitudes de un niño en busca de sus padres
Roberto Pliego
Ciudad de México /

Hermann Broch decía que escribir es tanto como respirar: las frases deberían seguir un ritmo que en su mejor versión remitirían a la armonía musical. El ruido guarda silencio ante una cadenciosa sonoridad.

La primera sorpresa que nos depara Toda la soledad del centro de la Tierra (Alfaguara) proviene del ritmo sonoro de su estilo, de su respiración. Luis Jorge Boone ha encontrado una voz para narrar la extinción de algunos poblados del norte de México a manos de grupos delincuenciales animados por el deseo único de la contemplación del dolor. Esa voz recuerda al niño que fue y, en vez de la indignación lacrimosa tan del gusto de muchos militantes políticos que juegan a ser novelistas, elige la cadencia de un responso. Eso significa que no encontramos desgarraduras de piel ni denuncias desde la tribuna de la superioridad moral; tampoco balaceras, descuartizados o parafernalia al servicio de la nota roja. Lo que llega hasta nosotros son las evocaciones de un niño que mira con asombro cómo agoniza su entorno familiar y el de los sobrevivientes a la barbarie. Así que solo tenemos decisiones poderosamente literarias.

Como Toda la soledad del centro de la Tierra es la pervivencia de un tono, apenas y desarrolla una historia. Muestra tan solo a un niño al amparo de su abuela que desea la invisibilidad para ocultarse de una prole de primos sin asidero y de una realidad que se manifiesta en la destrucción paulatina de la vida humana y sus representaciones. En cierto momento, ese niño abandona la casa adoptiva para ir en busca de sus padres, quienes le dieron la espalda años atrás. Eso es todo y qué importa, cuando el empeño primordial es la escritura.

Una buena novela aspira a ser una visión de mundo. Toda la soledad del centro de la Tierra es justamente eso. Junto a la voz del niño, Boone ha convocado a un coro anónimo por cuyas invocaciones llegan hasta nosotros las noticias de exterminio. No es caprichoso suponer que está conformado por todos aquellos que ahora yacen en un pozo profundo, la morada última de un sinfín de desaparecidos. Ahí, en esos signos —un relato infantil, un coro, un pozo, el abandono mudo de un pueblo—, podríamos cifrar el destino de vastas regiones de México, y eso sin necesidad de invocar a un pistolero, un narco y un periodista. La literatura elevada, y Toda la soledad del centro de la Tierra tiene un lugar en ella, es un esfuerzo por responder imaginativamente al sinsentido.


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