El otro lado de la violencia: la huella de Caín

Escolios

La violencia emerge más frecuentemente de lo que se piensa, del núcleo íntimo, por lo que los enfrentamientos se llevan a cabo entre miembros de un mismo clan.

Caín y Abel son el epítome de la violencia intrafamiliar. (Ilustración digital: Ángel Soto)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Existe una propensión cursi e irresponsable a idealizar la familia (especialmente la mexicana) como un remanso de calidez y solidaridad. Sin embargo, es ampliamente sabido que la familia, a la que Shulamith Firestone definía como una asociación delictuosa, también tiende a ser, en muchas circunstancias, un espacio detonador y reproductor de los peores vicios sociales.

En efecto, la violencia, el abuso o la rapiña emergen, más frecuentemente de lo que se piensa, del núcleo íntimo, por lo que los enfrentamientos más virulentos se llevan a cabo entre miembros de un mismo clan, de un mismo partido o de una misma secta. La raíz de la violencia, desde Caín y Abel, pasando por la tragedia griega o Shakespeare, descansa inquietantemente en el fratricidio, sazonado por parricidios, uno que otro matricidio y numerosas traiciones conyugales y consanguíneas.

El libro del ensayista norteamericano Russell Jacoby, Bloodlust. On the roots of violence from Cain and Abel to the present es un revelador e incómodo recuento de esta dialéctica filial de la violencia. Se trata de una exploración alucinante del otro lado de la violencia, que es esa querella doméstica, esa rivalidad y pasión familiar, que tan fácilmente se convierte en enfrentamiento y odio colectivo. Frente a la extendida noción de que la violencia se origina en la falta de comprensión del extraño, para Jacoby las más desaforadas batallas se perpetran entre parientes, conocidos y vecinos, al calor de rencores largamente añejados en la cercana convivencia.

Para ilustrar su argumento, Jacoby alude a una lista de enfrentamientos intestinos o guerras civiles: la ofensiva mortífera de la Iglesia contra los cátaros, a quienes el Papa Inocencio III llama “hombres pestíferos”; las guerras de religión que durante décadas dividen barrios y familias en Francia y alcanzan su máxima cuota de sangre con la masacre de San Bartolomé; las derivas de terror de la Revolución Francesa cuando la fraternidad se convierte en fratricidio; la Guerra Civil americana que produce más mortandad que cualquier otra batalla que haya emprendido Estados Unidos o, incluso, la Primera Guerra Mundial que tiene mucho de fratricida no sólo por las afinidades culturales entre los países adversarios, sino por los intrincados lazos de parentesco entre la realeza europea de la época.

Siguiendo a René Girard, Jacoby sugiere que la familiaridad y semejanza, cuyo más alto grado representan los gemelos, no es sinónimo de armonía, sino que, al contrario, da origen a un deseo mimético que induce muchas de las más cruentas rivalidades míticas, literarias e históricas. En este sentido, la creciente homogeneidad de aspiraciones del mundo moderno tiene un doble filo, pues por un lado, una noción de universalidad requiere de valores compartidos pero, por el otro, una uniformidad total de las pretensiones y apetencias puede generar una inmensa familia planetaria de hermanos celosos, disputando los mismos bienes y el mismo trono.

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