La tarde del 18 de septiembre de 1985 entrevisté a Héctor Suárez en El Patio, en Atenas 9 esquina con Bucareli. Me recibió en su camerino. Llevaba —según observo en las fotografías de David Ricardo— pantalón y camisa de mezclilla, una chamarra negra de piel y una gorra del mismo color con la palabra Live bordada en el frente.
Inaugurado el 12 de octubre de 1938, por El Patio habían pasado Edith Piaf, Josephine Baker, Judy Garland, Sammy Davis Jr., Sara Montiel, Lola Beltrán, Raphael, Juan Gabriel, José José, Emmanuel y muchos otros ídolos de la farándula nacional e internacional.
En el relato “Raphael, amor mío, incluido en Periodismo de emergencia, Vicente Leñero recrea el ambiente de El Patio a finales de los años sesenta. Lo hace a través de una narradora que, entusiasmada, consigna en su diario su primera visita a ese cabaret —acompañada por su familia y su novio, quien pagó la cuenta— para ver a su ídolo.
El lugar es precioso: lleno de arcos y columnas y molduras y adornos dorados por todas partes. Se parece un poquito al cine Alameda y al Real Cinema, pero más lujoso todavía: como la iglesia de Santa Rosa de Lima. Lujosísimo, en fin. Y la gente, ¡válgame la Virgen!, la mejor sociedad de México: pieles, brillantes, mujeres elegantísimas.
El Patio tenía dos niveles y en medio una gran pista, como puede observarse en las películas La reina del trópico, protagonizada por María Antonieta Pons, y El hijo desobediente, con Tin Tan. La recepción era pequeña y en la calle las personas se amontonaban, esperando que comprobaran su reservación y las condujeran a su mesa. En el escenario, una orquesta amenizaba la espera. Después vendrían la cena —de tres tiempos—, la oportunidad de bailar y el show que, invariablemente, los del piso superior verían amontonados en el barandal.
Recuerdo el frenesí por Juan Gabriel, a quien —como a Raphael en el relato de Leñero— los parroquianos de El Patio no paraban de celebrar sus ocurrencias, sus desplantes. Cantaba, bailaba, se subía a las mesas, acariciaba a las mujeres, y los gritos de emoción y los coros gigantescos hacían retumbar las paredes del viejo centro nocturno, mientras la pista se iba llenando de flores y servilletas y prendas que llovían de todas partes. Estábamos en el primer año del gobierno de Miguel de la Madrid, la crisis económica parecía insuperable, pero en Atenas 9 nadie se preocupaba por nimiedades. Los meseros iban de un lado a otro de prisa, sirviendo la cena y, desde luego, las bebidas que encendían y afinaban las gargantas que coreaban el gran éxito del momento, “La farsante”:
Yo creí que eras buena,
yo creí que eras sincera.
Yo te di mi cariño y resultaste traicionera,
tú me hiciste rebelde,
tú me hiciste tu enemigo,
porque me traicionaste sin razón y sin motivo…
Las temporadas del divo de Juárez se alargaban en El Patio —el año del terremoto hizo cuarenta y cinco fechas— y las calles de Atenas y Bucareli tenían una intensidad y una alegría que después de esos tiempos poco a poco fueron desapareciendo, llenándose de negocios vacíos y horas sombrías.
En El Patio yo había visto a José José en 1984. Salió con un smoking blanco, impecable. La gente lo recibió de pie, él tartamudeó unas cuantas palabras y comenzó a cantar. En la revista Milenio Semanal rememoré esa experiencia:
Esa noche la estrella era José José y su arreglista y director de orquesta Chilo Morán, uno de los precursores del jazz en México. A pesar de sus caídas, el cantante estaba en plenitud y sus éxitos se sucedían ante un público entregado. El clímax llegó cuando comenzó a cantar Sabor a mí, de Álvaro Carrillo, y Chilo se colocó a su lado para tocar como nunca —o como siempre— la trompeta en un diálogo fascinante.
¿Cómo olvidar ese momento, con la voz privilegiada del Príncipe, la inspiración del compositor oaxaqueño y el arte pleno de quien —según Wynton Marsalis— tocaba “con fuego en el alma, sin alardes, con el corazón”?
Cierro los ojos y escucho las voces del Príncipe y su corte cantando esa canción que se volvió himno de noctámbulos inspirados por el alcohol y heridos por la nostalgia. En una mesa de la planta baja, con reporteros a los que no conocía, yo lo observaba todo, guardaba algunas imágenes y cantaba —desafinado, sin pena, a todo pulmón— la letra del atormentado Álvaro Carrillo:
Tanto tiempo disfrutamos este amor
nuestras almas se acercaron tanto así
que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también
sabor a mí.
Si negaras mi presencia en tu vivir
bastaría con abrazarte y conversar
tanta vida yo te di que por fuerza tienes ya
sabor a mí.
El año siguiente me vi en el mismo lugar con Héctor Suárez alrededor de las seis de la tarde previa al terremoto. Se iba a presentar en El Patio del martes 24 al sábado 28 de septiembre, con Macaria. No hablamos de su show sino de la campaña emprendida por las autoridades en contra de las llamadas malas palabras, que afectaba sobre todo al cine de ficheras, los vodeviles, las sátiras políticas y los espectáculos carperos. Serio, vehemente como siempre, me dijo:
Las autoridades se han asustado de las palabras que se utilizan en las películas de barriada y en algunas obras de teatro, pero ese es nuestro lenguaje. Los señores censores creen que nos van a educar, y están equivocados. Aunque debemos reconocer que se ha abusado de las groserías en ciertos espacios y se ha prostituido el gusto de la gente. Las comedias urbanas resultan interesantes cuando en ellas trabajan verdaderos profesionales; porque una cosa es ser cómico, otra actor y otra comediante. Pero ahora todo se confunde y cualquiera se considera un actorazo; se ha colado gente que le ha hecho mucho daño a nuestra profesión. Esos no son cómicos ni actores, son sólo chistosones.
Yo no me considero encasillado en películas o personajes populares; no estoy estereotipado. Lo mismo he trabajado con Alejandro Jodorowsky representando a Kafka, Ionesco o Miller, que he hecho películas como La cuerda del hambre o Mecánica Nacional, teatro de revista y centro nocturno, como ahora en El Patio. Por eso no me preocupa la censura, tengo recursos para salir adelante dondequiera y sin necesidad de utilizar un lenguaje soez.
Héctor Suárez no era el primer comediante que se presentaría en El Patio. Lo habían hecho antes Germán Valdés Tin Tan en los cuarenta y Manuel el Loco Valdés en los setenta. Ahí actuaron también bailarines y acróbatas, todos en una atmósfera de música y canciones. Eso era lo más importante en ese lugar lleno de arcos y columnas y molduras y adornos dorados por todas partes: la música.
Héctor y Macaria hubieran hecho una buena temporada: los dos eran graciosos, cantaban pero sobre todo bailaban muy bien. Él, además, realizaba una crítica sin tapujos de la forma de ser de los mexicanos, de nuestras costumbres y actitudes. No recuerdo si más adelante se presentaron en El Patio. En todo caso, para octubre estaba programado Camilo Sesto, cuyo nombre se cubrió de polvo en la marquesina. No sé cuánto tiempo permaneció ahí. Pero como dice el éxito de Alaska: a quién le importa.
Este texto forma parte de El día que cambió la noche. Memorias de un noctámbulo en la Ciudad de México, publicado en 2016 por Grijalbo.
AQ