'El rastro de los cuerpos': sin nombre ni paradero

A fuego lento

La empresa de llevar el horror a la literatura no puede cristalizarse sin un lenguaje y ese lenguaje no puede ser el del griterío tuitero.

José Miguel Tomasena, autor de 'El rastro de los cuerpos'. (Cortesía: ITESO)
Roberto Pliego
Ciudad de México /

Hace casi tres años, celebré en este espacio la aparición de La caída de Cobra, la primera novela de José Miguel Tomasena. Escribí que debíamos ver a su protagonista “como uno de los seres que con mayor hondura han sabido encarnar la orfandad que parece multiplicarse entre nosotros”.

Si entonces me declaré maravillado, ahora, con El rastro de los cuerpos (Grijalbo), no tengo ánimo sino para la decepción. Como muchos otros, Tomasena ha incurrido en la estrechez que tanto deploro: convertir la ficción literaria en un foro de indignación ciudadana. El México de los últimos —digamos— 20 años no solo ha engendrado creaturas cuya única voluntad es el ejercicio del mal; de paso, ha orillado a muchos narradores a elegir entre la fabulación —que no significa imaginar dragones sometidos a la voluntad de reyes sifilíticos o ministros enanos— y la denuncia como arte mayor.

Podemos vislumbrar a la protagonista de El rastro de los cuerpos como la suma de todas las periodistas que arriesgan la vida al lado de las madres de los miles de desaparecidos cuya naturaleza se ha reducido a una dudosa estadística. Tanía, leemos, “no concebía su trabajo como un simple medio para ganarse la vida, sino como una actividad redentora”. Tenemos entonces a una mujer obstinada que, mientras va recogiendo testimonios para un documental, se siente cada vez más llamada a compartir el dolor y, sobre todo, a dar cauce fatal a la exigencia de justicia.

Quién narra: su esposo, otro periodista. Su voz reproduce la rabia, el fracaso ante la evidente complicidad de gobernadores, diputados, empresarios, jueces, militares, policías, narcotraficantes, con las desapariciones ejecutadas en cualquier lugar y a cualquier hora de la geografía mexicana. Leída como si fuera un reportaje, El rastro de los cuerpos muestra un cuadro aterrador. Pero ya que tiene la forma de una novela, se vuelve necesario deplorar el tono propagandístico, por más honesto y doloroso que sea (“El deber ciudadano es denunciar, dicen por aquí y por allá. Deber ciudadano mis huevos. El que denuncia en México es un pendejo consumado: por ignorancia o por candor, ir a las procuradurías es un camino sin fin”).

La empresa de llevar el horror a la literatura no puede cristalizarse sin un lenguaje y ese lenguaje no puede ser el del griterío tuitero sino el de la insubordinación estética.

El rastro de los cuerpos

José Miguel Tomasena | Grijalbo |México | 2019

ÁSS


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