El taller de Élmer

Café Madrid

Élmer Mendoza (Culiacán, 1949) se bajó de la sierra de Sinaloa, cruzó el charco y llegó a Frankfurt para descubrir el otoño

Élmer Mendoza impartió clases en Madrid durante el Festival Getafe Negro. Foto Cortesía Getafe
Víctor Núñez Jaime
Madrid, España /

Élmer Mendoza (Culiacán, 1949) se bajó de la sierra de Sinaloa, cruzó el charco y llegó a Frankfurt para descubrir el otoño. “Es que en mi tierra nomás hay dos estaciones: verano y la del ferrocarril. Y en Frankfurt acabo de ver hojas de maple doradas que se caen con el aire. Como en las postales”, contó el escritor, para romper el hielo, antes de comenzar el taller literario con el que se inauguró el Festival Getafe Negro, la semana de actividades en torno a la novela policiaca que año con año se lleva a cabo en el sur de Madrid y que este 2018 tiene a México como invitado de honor.


Mendoza, llamado aquí “el rey de la narcoliteratura”, trae bajo el brazo su nueva novela, Asesinato en el Parque Sinaloa (Literatura Random House), protagonizada por su ya famoso detective Édgar Zurdo Mendieta, un policía melancólico que se desenvuelve en un paisaje de violencia y corrupción. Élmer llegó al taller con saco, pero sin corbata, con el pelo alborotado, la barba rala y con su acento recio se dirigió al puñado de alumnos: “Han venido a tomar este curso conmigo y están obligados a ser geniales”. Entonces puso en el pizarrón las cinco reglas del buen narrador:

Tomar el toro por los cuernos. Quien quiera escribir, ha de hacerlo siempre.

Tener personalidad. ¿Qué tipo de escritor quieren ser?

Conquistar el territorio. Tener un rincón en casa para trabajar con disciplina.

Seguir los consejos del músico Louis Armstrong: tener el instrumento (un cuaderno o una computadora), aprender todas las técnicas (todas están en Noticias del Imperio, de Fernando del Paso) y tocar con el alma (escribir con toda la entrega e intensidad posibles). 

Lograr lo que decía el poeta Abutalib: escribir la frase que nadie ha escrito. Con belleza y musicalidad, además.

Dijo el maestro, mientras todos tomábamos apuntes, que los buenos escritores no tienen páginas en blanco ni en verde ni en negro. “Los escritores tenemos proyectos. Proyectos largos que a veces estamos a punto de mandar al carajo o que, ante su envergadura, a veces nos dan ganas de suicidarnos. Pero hay que seguir siempre”, señaló. Luego nos dio tiempo para escribir y pidió que leyéramos en voz alta nuestros textos. A cada punto final le siguieron sus críticas y sugerencias. Habló de la importancia de crear una trama, de provocar emociones para “atrapar a esa bola de soberbios que son los lectores”, de subir y bajar la intensidad del relato, de la estructura de una narración, del lenguaje que debemos dominar después de habérselo arrancado a nuestras lecturas, a la calle, a la realidad.

Entre lección y lección, este hombre criado en el campo entre corridos norteños contó que era un jugador de basquetbol cuando se dio cuenta de que cerca de la cancha donde iba había una biblioteca. “Fui a ver si prestaban libros, porque en mi casa nunca habíamos tenido. La bibliotecaria era fea y un poco cabrona. Me dijo llévate este libro. Era un tocho de filosofía. ¿Algo así para un adolescente? No, pues al día siguiente se lo devolví. ‘No entiendo nada’, le dije. ‘A ver, prueba con éste’, me respondió, y me dio Veinte mil leguas de viaje submarino. Ahí sí, ahí ya cambió la cosa. Me desvelé leyéndolo. Por eso creo que Verne tiene la culpa de que ahora yo sea escritor”.

Cuando, durante la clase, se refirió a la creación literaria de espacios y escenarios, dijo que cada que viene a España, su amigo Arturo Pérez–Reverte quiere llevarlo a conocer La Mancha. “Pero yo le digo: espérate”. Y cada que va a Colombia surge algún voluntario para llevarlo a Aracataca. “Pero tampoco quiero. Esos lugares están en mi mente. Los crearon de una manera tan chingona, que temo decepcionarme si voy”, dijo antes de encargarnos la tarea para la próxima sesión: “Quiero que traigan la primera parte de su proyecto. Pero tiene que tener un final Hemingway: algo que enganche, que haga sentir el impulso de querer leer más, algo con lo que el lector tema morirse antes de saber qué hay en el siguiente capítulo”.

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