Emily Dickinson, una revelación en reclusión

Escolios

La incapacidad del entorno intelectual masculino a asimilar la inteligencia femenina es un fenómeno que se repite; sin embargo, la imagen de esta gran poeta no se reduce a la de una víctima pasiva del patriarcado.

Emily Dickinson, 1830-1866. (Wikimedia Commons)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Acaso la mayor, y más revolucionaria, poeta del siglo XIX pasó gran parte de su existencia recluida en la casa familiar en un pequeño poblado. Ahí, Emily Dickinson escribió compulsivamente una poesía tan hermética como deslumbrante (aunque solo publicó de manera anónima unas cuantas piezas en vida), y practicó un extremo ascetismo vital y literario.

Emily Dickinson nació en 1830 en Amherst, Massachusetts, en el seno de una familia acomodada y devota, de gran arraigo y prestigio en la comunidad. La niña asistió al colegio local en el que recibió la mejor educación disponible para una mujer de su tiempo y, posteriormente, a un internado religioso para señoritas en Mount Holyoke. Tras esta formación, que su padre consideró suficiente, Emily Dickinson regresó a Amherst de donde, a excepción de algunas visitas médicas a Boston o un viaje a Washington con su hermana, no volvería a salir.

Si en un principio participaba de la vida social y religiosa del poblado y cultivaba con esmero su jardín, poco a poco se fue aislando y, al final de sus días, difícilmente abandonaba su alcoba. Con todo, Emily Dickinson no fue siempre la eremita legendaria, en su niñez y primera juventud era muy sociable y discutidora, hacía amistades con facilidad y cultivaba sus contactos por medio de una nutrida correspondencia.

Es inevitable asociar su paulatino enclaustramiento al fervor religioso y al temperamento dominante e invasivo del padre que se acostumbró a tratar a sus hijas como niñas (su hermana también permaneció soltera). Igualmente, se habla de algunos enamoramientos platónicos con hombres que fueron prohibidos por el severo padre; del amor clandestino por su amiga Sue, que luego se convertiría en su cuñada, o de enfermedades nerviosas que la fueron alejando del mundo.

La incapacidad del entorno intelectual masculino a asimilar la inteligencia femenina es un fenómeno que se repite recurrentemente; sin embargo, en su libro Mi Emily Dickinson Susan Howe (Magenta 2010, trad. Ana Rosa González Matute) se rehúsa a reducir la imagen de la gran poeta a la de una víctima pasiva del patriarcado y, sin ignorar la discriminación que sufrían (y sufren) las mujeres artistas, se enfoca en la fortaleza del albedrío (para rechazar dogmas y presiones) y la portentosa originalidad artística de Dickinson que le permitió convertir un drama personal en una virtud poética.

Como dice Susan Howe: “Al extraer de un territorio ajeno los pedazos de la geometría, la geología, la alquimia, la filosofía, la política, la biografía, la biología, la mitología y la filología, esta mujer refugiada inventó con audacia una nueva gramática basada en la humildad y la duda”. En efecto, la poesía de Dickinson pone el mundo en suspenso y su obra, tan alejada de los moldes de la época, más que a una expresión emotiva, apela a la indagación sin respuesta que constituye la condición humana y al sentimiento de prodigio y asombro que conecta con la naturaleza y lo divino.

AQ

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