Sin música, decía Nietzsche, la vida sería un error. Y el cine, si no un error, sí falto de sal. El cine es su música. El bueno, el malo y el feo, por ejemplo, es el silbido que anuncia lo que está por venir: un divertimento. Ennio Morricone, su autor, murió el pasado 6 de julio. Nació en 1928. En setenta y cuatro años compuso más de 500 partituras. Vendió más de setenta millones de discos. Estos son los números. Algo más profundo dice su última obra que no es una partitura sino una carta en la que pide que no le hagan funeral público, para “no molestar”. Hay mucho de pasional en esta misiva. Mucho de ese romano que amaba la historia, la música y el cine de su país.
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Morricone se identificó siempre con Domenico Zipoli, un compositor que se transformó en misionero. El oboe de Gabriel en La Misión está inspirado en el Adagio para oboe y chelo de Zipoli. La pista contiene las mejores escenas de la película de Roland Joffé: el bosque, la cascada, el hombre que ha venido al Amazonas para encontrar al otro, a Dios. El Tema de amor de Cinema Paradiso contiene igualmente los besos censurados, la amistad de Totò y el proyeccionista. Y claro, el amor por el cine.
Uno de los trabajos menos conocidos de Morricone y que resulta, sin embargo, paradigmático, es la banda sonora de El profesional de Georges Lautner (no confundir con El profesional de 1994). En los violines de apariencia barroca está contenida la intriga, y en el contrapunto con instrumentos electrónicos, la historia que protagonizó Jean-Paul Belmondo.
Todas estas notas remiten a una era de Occidente. En efecto, Morricone no sólo evoca grandes escenas, sus pistas traen a la mente el cine de la Europa de la posguerra, son imágenes que nutrieron la imaginación de dos niños que se conocieron bajo el sol romano de agosto: Sergio Leone y Ennio Morricone. Por eso resulta tan emotivo el trabajo que hicieron juntos. Érase una vez en América es un spaghetti western que ha sido definido de muchos modos, pero es sobre todo la exaltación simbólica del “sueño americano”, es la puesta en escena del espejismo de dos niños que imaginan “América” llena de mafiosos y mujeres hermosas. Todo ello resume el Tema de Deborah, cruza pop entre el Adagio de Samuel Barber, y el imaginario exótico de las últimas óperas de Puccini.
El Tema de Deborah es la clase de música que necesita esta gran ópera en tres actos, Érase una vez en América, ensueño hecho de opio que vive De Niro y más, sueño de dos muchachos que crecieron para realizar cosas grandiosas: cine, música.
La banda sonora de Érase una vez en América contiene, sí, la vida de sus protagonistas, mafiosos judíos en Brooklyn, pero contiene, además, el despertar abrupto de toda aquella generación. ¿Qué sería sin música la escena climática de la primera parte, cuando después de haber amado tanto a la niña que le leía el Cantar de los cantares, el mafioso Noodles decide violarla? Sería potente, sí, pero carente de sal.
Sin miedo a la cursilería, la música de Ennio Morricone está llena de la esperanza de esa Italia que fue liberada y más tarde reconstruida de los escombros que dejaron la guerra y el fascismo. Pero se acabó ese mundo, se acabó esa Italia, murió Sergio Leone y murió Ennio Morricone. El compositor más prolífico en la historia del cine, sin querer molestar, se va.
Érase una vez en América puede verse en México a través de Prime Video; La Misión, en Claro video; El bueno, el malo y el feo y Cinema Paradiso, en iTunes para Apple. Cinema Paradiso puede verse, además, por Google Play.
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