Regresaba al mediodía en el autobús escolar y, entre el calor y el agobio, uno de mis deseos apremiantes era que alguien me cargara escaleras arriba hasta el departamento. Esas escaleras negras del edificio de mi infancia que me parecían enormes, un trabajo pesado el de treparlas con la mochila de cuero a la espalda. Cuando regresé de mayor me di cuenta de que en realidad eran muy pequeñas; sin embargo, desde la infancia y durante muchos años tuve un sueño recurrente en el que comenzaba a bajar por ellas y sin falta caía o más bien flotaba hacia el fondo de los escalones de piedra, negros, negros entre el amarillo crema de los muros, como Tony y Douglas en El túnel del tiempo, pero sin las rayas psicodélicas.
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Aquel universo de pasillos, departamentos, terrazas y patios entrevistos, a veces incluso anhelados, siempre me ha parecido parte de un sueño: a fin de cuentas, los lugares de la infancia tal como los recordamos no existen nunca, pues están determinados por una percepción lejana y su recuerdo siempre se distorsiona. Sin embargo de ahí, estoy segura, surge todo lo que escribo, de una disposición mental idéntica a aquel sueño de puertas y escaleras que llevan a un fondo oscuro, o quizá al hall de la entrada donde algún arquitecto un poco grandilocuente puso una gran chimenea, en cuya repisa se depositaba la correspondencia. Quizá la mente copia la arquitectura de los primeros lugares que habitamos y en esos meandros, entre los macetones y las jaulas de los canarios se pierden a menudo nuestros deseos y nuestros pensamientos.
Eutropia, una de Las ciudades invisibles de Italo Calvino, es un amplio valle que contiene muchas ciudades a las que se van mudando los habitantes cuando se cansan de aquella en la que están; en la nueva ciudad cada uno tomará “otro trabajo y otra mujer, verá otro paisaje al abrir las ventanas, pasará las noches en otros pasatiempos, amistades, maledicencias”. Y sin embargo, la vida de estas ciudades es en esencia la misma, con los actores cambiados. Así con los espacios de nuestros primeros años; cambiamos de vidas pero seguimos habitando el mismo universo.
A veces, cuando me obsesiono en una discusión, una decisión difícil, siento el agobio de subir con la mochila por aquellas mismas escaleras enormes y negras que no terminan, y me pregunto cómo serán las escaleras de infancia de los demás: quizá metálicas, exteriores, desprotegidas y llenas de corrientes de aire; quizá suaves y alfombradas para silenciar pasos descalzos. Algunos serán como los trapecistas con sus escaleras de aire, escaleras al cielo que tan sólo aparecen cuando se las necesita. Y en ciertos momentos, los envidio a todos.
AQ