Decidimos que ese año íbamos a ser firmes. Ni nacimiento ni árbol ni cenas. Esa no era nuestra realidad. Éramos una pareja progre y la religión nunca había entrado en casa. Otros rituales sí, porque no íbamos a negarles un tequila y un pan de muerto a los difuntos. Pero nada de figuritas de fieltro con chaquira ni musgo o espejos simulando lagos encantados. Habíamos puesto dos o tres arbolitos a lo largo de los años y fue más por hacer el paseo a Amecameca con los amigos. Pero esta vez no. Las series estaban fundidas, no queríamos contribuir al ecocidio y no teníamos ganas de lidiar con nuestras familias. Desde principios de mes lo hablamos y estuvimos de acuerdo en que esa noche veríamos una película y prepararíamos palomitas. Le dijimos a todo el mundo que saldríamos de la ciudad.
Conforme la fecha se acercaba, sin embargo, el escándalo de las posadas de los vecinos y los destellos de las lucecitas de la cuadra nos impedían olvidar la temporada. La salsa y las cumbias, los cantos enronquecidos por el licor de los ponches y los palazos a las piñatas nos envolvían en el ambiente que tratábamos de evitar. “Tenemos que mudarnos, Rita”. “¿A dónde, a un penthouse?” “No estaría mal”.
El 22 de diciembre pedimos comida a domicilio. Apenas cerramos la puerta, nos abalanzamos sobre el pedido. Rompimos la bolsa, sacamos las bebidas y las cajas de cartón, y cuál fue nuestra sorpresa al ver que en vez de sushi y teppanyaki había bacalao, romeritos y pavo. Teníamos tanta hambre que nos comimos todo en vez de llamar al restaurante. Pero no debimos hacerlo. Era la punta del iceberg.
A la mañana siguiente, en el baño, los artículos de limpieza estaban dispuestos de un modo distinto. Los dos cepillos de dientes, junto al lavabo, formaban un extraño trío con el rastrillo y parecían vigilar un jaboncito que descansaba sobre la jabonera. Dos desodorantes roll-on flanqueaban el bultito como mirándolo con ternura. “Rita, ¿qué broma es esta?” “¿Cuál?” “¿Hiciste un nacimiento en el baño?” “¿Cómo se te ocurre…? ¡Madre santa! ¡Son los Reyes Magos!” “Por eso te pregunto si lo hiciste tú”. “Pues no. O no lo sé, a lo mejor dejé ahí mi desodorante, pero…” “Nada. Una coincidencia”.
Luego vino la corona en la puerta. Varitas, lazo rojo, hilos dorados. Supusimos que fue un niño travieso o la vecina del 103, que escucha misa por la radio. No sabíamos si dejarla o no. Si la veían en la basura podrían considerarlo una afrenta. La dejamos recargada en el pasillo. Al día siguiente estaba de nuevo sobre el clavito, que tampoco supimos cómo llegó ahí.
Hoy es 24 y nos llega desde fuera la eterna letanía: “Eeen el nombre del cieeelo…”. Suena más cerca cada vez. Nos hemos metido a la cama y tememos que el timbre suene en cualquier momento. No estamos preparados para recibir a los peregrinos. Ante la inminencia de la intrusión, he dejado una breve carta para Santa. Ya que no pudimos librarnos de esta, a ver si nos trae un PlayStation.
Claudia Cabrera Espinosa
ÁSS