Recuerdo aquella función de títeres durante mi infancia —¿sería una obra de Molière?—, en un lugar que parecía antiguo, de madera oscura, con su teatrino tan hermoso que me deslumbró y los muñecos vestidos de satines brillantes. Uno de ellos tenía una gran nariz, cargaba una cachiporra de tela y se acercaba a pegarle a otro títere por la espalda; entonces los niños le avisábamos: “¡cuidado, está atrás de ti!”, pero el otro no lo veía. “¿Dónde?”, preguntaba. “¡¡Está atrás de ti!!” y era tremenda la ansiedad de saber más que la títere descuidada, con la espalda descubierta ante el enemigo. Fue un eficaz entrenamiento narrativo, una manera muy activa de entrar a la ficción: los niños formábamos parte del mundo del títere, pues escuchaba nuestros gritos, y a la vez podíamos verlo desde afuera e incluso sabíamos más que él como pequeños dioses griegos, listos a intervenir aunque impotentes ante su destino.
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¿Cuántas veces no hemos sufrido por la fatalidad, la moira, al ver en una novela, una película, que a nuestro protagonista le espera algo terrible, un destino fatal al que se dirige sin saberlo? Nosotros, el público atrapado por la historia, lo sabemos, pero el personaje lo ignora. Incluso nos revolvemos en el sillón del cine o en la sala, gritándole que está atrás de él (o de ella), cuando el personaje ni siquiera nos escucha, igual a aquel títere que daba vueltas y vueltas hasta que recibía el porrazo de satín y la tensión se resolvía en estallido de risas. Los lectores y los espectadores de historias somos dioses frustrados: Edipo nunca entenderá a la Esfinge y terminará siempre sacándose los ojos. El encono está atrás de ti, o peor aún, está frente a ti y no lo ves.
Y cómo quisiera uno contar con esas voces en la vida real, en ciertas épocas, aunque sin llegar a la paranoia de los que se miran todo el tiempo la espalda. A veces los amigos o el psicoanalista te avisan: el golpe está atrás de ti, cuidado; quizá les hagas caso y logres esquivarlo. Y cómo hubieras ansiado un coro griego que te hubiera dicho “este día no salgas”, o “hoy llámale, insiste”, cuando las Moiras reparten el destino que caerá como garrotazo y partirá la vida.
La vida pública, en cambio, está llena de voces y advertencias, y más en estos días en que el odio anda desbocado: unas que sí ven y desde antes habían avisado, otras como esfinges que no se sabe qué enemigos están viendo, muchos con la espalda descubierta frente a los que se sienten dioses vengadores. Que Zeus nos asista y las cachiporras se conviertan en borra y satín.
Recuerdos remotos que son recuerdos de amor a la ficción en la que practicamos a salvar a los demás y salvarnos, de paso.
AQ