Estatuas | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

Hay piedras más vivas que aquellos humanos petrificados.

Hay quien lucha toda su vida con aquella estatua que no le deja moverse, ni vivir. (Foto: S. Ruvalcaba | Unsplash)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Hay quienes nacen y mueren para ser estatua. De niños corren, saltan y juegan, pero en ellos se empieza a gestar una idea fija, un ideal, una imagen, y es que la estatua ya comenzó a crecer en su interior. Cómo sucede es un misterio: poco a poco y a lo largo de los años, los gestos variados y múltiples del animal humano se van condensando en ellos hasta no ser más que unos cuantos, imperiosos y firmes, y la mente se va petrificando en un recorrido único, una vía similar al laberinto que recorren los ratones de laboratorio y conduce siempre al mismo lugar oscuro donde todo se disuelve.

Correspondiendo a su propia inmovilidad, el estatuado exige a sus seres cercanos el pasmo de la admiración, el rodeo prudente que se da a las estatuas cuando no hay niños o palomas que las despierten del hechizo. Los seres invadidos por la estatua suelen andar por el mundo convenciendo a todos de sus buenas razones para serlo, muestran la pose heroica o meditativa, dicen o escriben palabras aptas para los pedestales. Su mirada se concentra en el punto en que la estatua sólo se ve a sí misma. Y la estatua no pide aplausos, quizá silencio reverente.

Hay quien lucha toda su vida con aquella estatua que no le deja moverse, ni vivir. Hay quien se autoestatúa de una vez como el suicida que se mata por miedo a la muerte, para no esperar más lo inevitable. Hay quien muere y su cuerpo es ya una estatua, quienes en lugar de carrera, vida o amores, tienen estatua. Hay obras que ya escribió o ejecutó la estatua, pensando en la posteridad y lo eterno. Y dictaduras que ejecuta la estatua creyendo que nunca la tumbarán del pedestal.

En cambio, hay estatuas tan vivas que desde su creación reniegan de su condición de estatua. En cualquier momento darán un salto a la espera del Pigmalión que las bese y las despierte. Si pudieran, bailarían y dirían poemas o pegarían de gritos. Estatuas levantiscas que sin dudarlo cambiarían de sitio con cualquiera que anhele ser estatua para poder perderse entre las multitudes, viajar por el mundo, amar y vivir aventuras. Estatuas gráciles, chocarreras, que con gusto dejarían la mirada vagar entre el calor de los cuerpos y la frescura del follaje. Leones de piedra que por ellos deambularían por las ciudades, explicando sus bellezas a los turistas o estatuas que agradecen ser bajadas de su pedestal.

Pero un día en el futuro las estatuas habrán desaparecido: en su lugar habrá fantasmas portentosos, holográficos, proyecciones que cambiarán conforme cambien los tiempos de maneras aéreas y a veces imperceptibles. Los que nacen solemnes, vocación de estatua y gesto congelado, se afantasmarán también, desde chiquitos, esperando su turno.

AQ

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