Esta España mía, que no decaiga nunca

Opinión | Café Madrid

"Sobrevivo a duras penas, no tengo futuro ni sueños ni amante, pero tengo a España y, ante esta situación, creo que es más de lo que merezco".

Fuente de Cibeles en Madrid. (Foto: Shutterstock)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Cuando uno vive en España pero es un desgraciado, como este servidor, la vida no deja de parecerle estupenda. Y, en estos tiempos apocalípticos, más nos vale no poner en peligro la felicidad. Miren: sobrevivo a duras penas, no tengo futuro ni sueños ni amante, pero tengo a España y, ante esta situación, creo que es más de lo que merezco. Así que no me queda más que conformarme con admirarla. 

Y cómo no hacerlo si esta España mía es la suma de la sátira y la espada, los enanos de Velázquez, la presencia árabe, su monarquía intrigante, sus pintores, poetas, toreros y folclóricas, sus vetustos e imponentes monumentos, su Quijote (siempre más citado que leído) con sus molinos manchegos, su clero hipócrita y abusón, sus políticos y banqueros corruptos, sus bares, baretos y cafetines donde se despelleja al prójimo entre gritos y palabrotas, su glotonería gastronómica, sus múltiples disputas y también sus putas, algunas de ellas extravagantes y otras muy despostilladas, las pobres, que más parecen invitar a la castidad que al desenfreno, pero… ¡qué más da! ¿Acaso hay alguien que pueda resistirse, a pesar de los pesares, a disfrutar de tan fascinante sainete?

Pienso y admiro a esta España mía después de recorrer el retrato poliédrico que, con una mirada desacomplejada, ha hecho de ella Marco Cicala en Eterna España (Arpa Editorial). El periodista, corresponsal en esta península del diario italiano La República, ha armado su particular historia cultural de este territorio a base de personajes españoles de impacto. De El Greco a Almodóvar, pasando por Quevedo, Santa Teresa, Unamuno, Dalí, Lorca, Marisol, una legión de anarquistas, golpistas, toreros, artistas y genios del flamenco. Hay en estas páginas anécdotas, descubrimientos, asombro, risas y sabiduría. Es decir: una muy acertada síntesis del imaginario colectivo de la Madre Patria y su resonancia internacional.

Cicala vino por primera vez a España en el verano de 1981. El calor era insoportable en Sevilla y de pronto vio que, en las noches, había gente que instalaba catres en las banquetas para paliar los bochornos e intentar dormir un poco. “España me pareció un lugar de locos. Y, por tanto, un lugar ideal”, dice. Su anecdotario cultural es delirante, surrealista, trágico y cómico. Cuenta, por ejemplo, que cuando Quevedo regresaba a casa, después de su juergas nocturnas en burdeles y tabernas, siempre se detenía a orinar en el mismo edificio. Un día, alguien que vivía allí, puso una cruz para intentar disuadirlo pero de nada sirvió. Entonces le agregó a la cruz un letrero: “No se mea donde hay cruces”. Tampoco funcionó e, incluso, el escritor se atrevió a replicar: “¡No se ponen cruces donde se mea!”.

Hay muchas más historias castellanas en este libro. Pero también está Barcelona, donde, durante la belle époque, a veces la lucha de clases resultaba aburrida y los trabajadores decían “¡venga, vayamos a quemar una iglesia!”, y donde a pesar de todo se ostenta la tradición de ser una de las “capitales europeas del vicio”. Así lo demuestran personas como la Señora Rius, “de moral distraída” y experta, por vocación y convicción, en “hacer señores”, bajo el irrefutable dogma de “el sexo se hace por amor o por dinero, no hay tercera posibilidad”, que todavía hoy está al frente de su casa de citas, en el muy burgués barrio del Eixample, intentado provocar más orgasmos que los goles de Messi.

Esta octogenaria mujer, de sugerente peinado rubio platino, a quien nunca le ha gustado la calle (“¡se ejerce en casa, con todas las comodidades!”) y quien dirige a unas 20 chicas, entre los 25 y los 50 años, que trabajan todos los días (excepto Navidad, San Esteban y Viernes Santo), a 120 euros la cita (y 70 para los minusválidos), da cuenta, con su matriarcal autoridad, de los detalles de la virilidad de España: “Por aquí han pasado todos los grandes. Como Dalí, que pedía que lo llamáramos ‘El Divino’. También venía Camilo José Cela, se limitaba a masturbarse mientras nosotras rompíamos platos. Eso le excitaba. Los platos no los traía él, claro. Los conseguíamos nosotras y, al final, se los cargábamos a la cuenta”.

Esta, toda esta, es la España mía. Y espero que no decaiga nunca, por favor.

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