Una de las joyas de la conversación plana (¡qué calor hace!, ¿verdad?), es el delicado límite de las doce del día. Buenos días, dice Martínez, y Riquelme, al ver que pasa de las doce aunque sea medio minuto, corrige: tardes ya. ¡Ya las doce!, exclama Martínez como si el día y la vida se le hubieran terminado. En ese pequeño intercambio se abre, por decir, una grieta temporal, similar a aquellas que brotan en las conversaciones forzadas, en las cosas dichas para arrepentirse después (y el día se alarga pensando en la torpeza cometida), la pequeña eternidad de las decisiones, las esperas y los trámites. Una grieta en la que se aclara con cierto fatalismo que ya no es de día sino de tarde. Y la tarde no tiene tanto prestigio, como sucede cuando se convierte en adjetivo: ya es tarde. Entre el sopor después de la comida y el ocaso que promete la noche, la tarde no es un tiempo emocionante, es apenas una dispersión. Si acaso su prestigio es melancólico, como en “La plaza San Martín” de Borges: “Con fino bruñimiento de caoba/ la tarde entera se había remansado en la plaza,/ serena y sazonada,/ bienhechora y sutil como una lámpara,/ clara como una frente,/ grave como un ademán de hombre enlutado”.
Quizá por eso uno va a la tienda y el cajero le dice: excelente tarde, para exagerar su encanto. No sé por qué no me gusta que me deseen una excelente tarde o un excelente nada. De unos años a ahora lo dicen los empleados de banco que llaman a tu casa o cualquier hijo de vecino. ¿No puede ser una buena tarde nada más? Una en la que no diluvie ni se vaya la luz, nadie se enferme, lleguemos a tiempo y la pasemos bien en el trabajo, sin pelear. ¿Pero excelente? Pienso en una tarde como un cognac e imagino a unos inspectores calificándola y llenando cuadritos: temperatura, transportes, café y postres a la mano, buena salud, caídas, disponibilidad de los afectos, inspiración y posibilidad de aventura, por ejemplo.
A excepción de las tragedias o de ganar la lotería en ellas, la mayoría de las tardes calificadas serían quizá, pasables, tranquilas, sin chiste o soporíferas. Si convirtiéramos las noches de los cuentos de Francisco Tario en tardes, se volverían descoloridas: el ataúd se desmoronaría antes de caer encima del protagonista como una galleta remojada en café, el traje gris se colgaría del perchero de un almacén para que lo comprara un oficinista y Margaret Rose pospondría el envío de su telegrama al día siguiente. Ya lo dice el narrador en el mismo cuento: “la noche nos place por obscura y propicia; el día, por luminoso y alegre”. ¿Y la tarde? Que se la lleve el tren. O como escribió Neruda: “Las nubes de la tarde, como barcas perdidas”.
AQ