Fernando Savater (72 años), escritor y “profesor de filosofía, que no filósofo”, como se define él mismo, acaba de volver de comprar el pan, una de las pocas cosas permitidas durante el encierro (tan estricto en España) al que nos ha obligado la pandemia.
Es una mañana lluviosa y, por teléfono, Savater atiende una vez más a Laberinto (“¿pero vosotros nunca os cansáis de mí? Pues en el fondo me alegra. Porque así hacéis que me sienta más cerca de México”) para contarnos cómo está pasando estos días y qué reflexiones le ha suscitado la situación por la que está atravesando el planeta.
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—¿Cómo está? ¿Qué tal lleva el confinamiento?
Pues con resignación. Supongo que como todo el mundo. Estoy en San Sebastián y tengo la suerte de tener una casa bastante amplia, que tiene un pequeño balcón desde el que, a lo lejos, veo la playa y el mar. Bueno, algo es algo. Algo así siempre ayuda. Estoy solo, entre varios libros, películas y discos. Estos días estoy leyendo mucho. Sobre todo novelas policiacas, que son las que me gustan a mí. También novelas fantásticas, cuentos… De todo. Siempre he dicho que, si pagaran por leer, a muchos nos iría muy bien económicamente, je je. Es curioso pero ahora echo de menos salir un poco. Ya sabes que, desde hace un tiempo, estoy medio confinado. Paso mucho tiempo aquí en casa. Pero, oye, basta que prohíban salir para que a uno le den ganas de hacerlo, ja ja ja ja.
—¿Cómo nos puede ayudar la filosofía a sobrellevar esta situación que padecemos a nivel global?
Mira: en estos momentos lo que la gente necesita son guantes, mascarillas (cubrebocas) y, sobre todo, los test que se deberían hacer a toda la población para ver quién está infectado sin saberlo y que no ande contagiando por ahí a los demás. Y la filosofía es cosa de unos cuantos. No creo que sea una prioridad en estos momentos, la verdad. No creo que ahora mismo haya que dedicarse a la filosofía. De momento, lo que hay que hacer es proporcionarle a la gente los medios para que conserve la salud y la vida. Por eso a mí lo que me preocupa es lo mismo que a la mayoría de los ciudadanos: la enfermedad, que yo no tomo como algo metafísico. Aunque es verdad que hay momentos en que pienso en las personas abandonadas y las que padecen otras enfermedades y, por supuesto, en la crisis económica que habrá después. Porque habrá muchas empresas, restaurantes y tiendas que cerrarán para siempre y que dejarán a muchos sin trabajo.
—Pero en estos momentos habrá mucha gente pensando en el pasado, en la irrupción de la enfermad y en cómo afrontar el futuro, ¿no?
A ver: supongo que habrá gente que, durante su encierro, se ponga a pensar demasiado. Pero lo no sé. Unos cantan, otros piensan, otros hacen manualidades, otros ven series en forma maratónica. En fin, si uno tiene hábitos o aficiones intelectuales, a lo mejor se ocupa de la filosofía, sí. Pero, vamos, que no es obligatorio. Uno puede dedicarse a la literatura, al arte… Lo importante es la cultura. La filosofía es importante en cuanto que es una pequeña parte de la cultura. Las personas que tienen cierta cultura o han estado interesada en ella a lo largo de su vida tienen muchas más posibilidades de aprovechar este tiempo, sin tener que echar de menos tantas otras cosas. La literatura, la poesía, el arte, el cine, la música, son instrumentos para ocupar el tiempo dentro de una casa.
—¿A qué libros de filosofía nos recomendaría acudir?
No me atrevería recomendar algún filósofo o alguno de sus libros, así en general, porque no sé qué le interesa a cada uno o qué ha leído cada uno. Depende del tema o de la arista de la vida que le apetezca abordar a cada persona. Pero no es obligatorio dedicarse a la filosofía. En absoluto. Ni ahora ni nunca. Lo importante, repito, es la cultura.
—¿Qué aprenderemos de la experiencia de estos días?
Pues yo creo que absolutamente nada. Estaremos encantados cuando esto acabe y simplemente querremos recuperar nuestra vida anterior. Pero pienso que hay algo que sí deberíamos aprender o tomar muy en cuenta: que nos quejábamos mucho en nuestra vida anterior y no sabíamos que, en realidad, éramos personas que gozábamos de cierta estabilidad en todos los ámbitos. En fin, quizá estaría bien que ya no nos quejásemos tanto ni discutiésemos tanto con aquellos que nos rodean y que son parte importante y querida de nuestra vida.
—Uy, ¿se está poniendo sentimental, señor Savater?
Bueno, bueno, bueno… ¿Pero qué dices? ¡Para nada! A mí lo que no me gustaría hacer es lo que últimamente prolifera: algunos que intentan filosofar y lo único que difunden son conclusiones moralizantes. Frases como ‘hemos vivido equivocados’, ‘hemos de cambiar nuestra manera de existir’, ‘la culpa la tienen los abusos del egoísmo o la falta del respeto a la ecología.’ Pues, mira, ¡no! Ha habido plagas desde que los seres humanos tienen memoria y habrá muchas más, seguro. Ésta, en concreto, tiene una virulencia brutal, pero también tenemos muchos más medios para enfrentarnos a ella. Lo que no entiendo es eso de conjeturar como en la Edad Media y pensar que es un castigo divino. No puede ser que ahora a los castigos divinos se les llame castigos de la naturaleza. Me parece insoportable que los moralistas vayan repitiendo cosas como que ahora nos enteramos de lo importante que son los otros. Es como si hubiera habido que esperar los veintiún siglos de nuestra era y una plaga para darnos cuenta de que los otros son importantes. Antes, ante las plagas, se creía en el castigo divino. Se decía que era un castigo porque la sociedad era lujuriosa y caía en los placeres de la carne, y que sólo se dedicaba a fornicar y a la usura. Cuando había una plaga se pensaba que luego las personas ya no fornicarían ni serían avaras. La verdad es que los individuos seguían siendo iguales. Y ahora pasará lo mismo. ¡Todos volveremos a ser una panda de individualistas!
—Total que, por una cosa u otra, nunca alcanzamos la felicidad. ¡Hay que joderse!
¿Sabes? El otro día leía algo muy interesante: que no se sabe si alguien ha sido o no feliz hasta el último momento. Es decir, tú puedes creer que eres feliz o que alguien es feliz pero nunca puedes estar seguro de la felicidad, ni de la tuya ni de la de otro mientras esté en el mundo de la vulnerabilidad, que es en el que vivimos todos. Decía Aristóteles que, por ejemplo, Príamo, el rey de Troya, parecía absolutamente feliz y era un hombre de avanzada edad. Pero todavía le quedaba la guerra, perder a su familia y perder su reino. Así que como dice el refranero español: ‘hasta el final, nadie es dichoso.’ A lo mejor eres dichoso a partir de la muerte porque ahí te vuelves invulnerable. Los muertos son ya invulnerables porque todo lo tienen en el pasado. La felicidad nunca es una cosa compatible con el presente. O es el pasado o es alguna cosa que esperamos que nos llegue en el futuro. Yo por eso prefiero hablar de alegría y no de felicidad, que me parece una palabra demasiado exagerada.
—Además de los cursis y moralizantes, también están los que piensan en el miedo y en la muerte.
Nadie se pasa la vida pensando en la muerte, y tampoco se debería pensar en la muerte, porque entonces no podríamos vivir. Pero si vas a un hospital, no ahora, cualquier día, y ves el panorama, te das cuenta de que la muerte está siempre. Ahora la vemos con más claridad, como un miedo a algo concreto que nos produce angustia. Estamos con temor a una forma de muerte que se nos aproxima y que puede alcanzar a seres queridos. Pero, en cuanto pase, nos olvidaremos y la meteremos en un cajón. Porque yo no confío mucho en esto de los grandes cambios de la humanidad. La humanidad cambió cuando hubo la peste en Europa, que sirvió a Boccaccio para escribir El Decamerón, y lo que quedó es solo eso. Después se ha vivido más o menos igual.
—Hay ciertas medidas, aparentemente improvisadas para intentar frenar la pandemia que, probablemente, se queden entre nosotros para siempre y entonces la forma de relacionarnos con los demás y con la autoridad será distinta. ¿Ahora tendremos más seguridad pero menos libertad?
Yo espero que esas medidas improvisadas que se han tenido que implementar por el coronavirus no se queden para siempre. Que nuestra libertad de tránsito y de relacionarnos no tenga cambios drásticos. Espero que siga siendo la misma, que volvamos a recuperarla. Hay muchas cosas que nos han impuesto de manera arbitraria y, sólo por eso, por su arbitrariedad, deseo que no continúen después. ¡Sólo eso nos faltaba! No, no. Espero que cuando se acabe el encierro no salgamos de casa muy atontaos y que no hayamos olvidado todo lo que habíamos conseguido como sociedad en materia de derechos y libertades.
—La comunicación a distancia y el ‘distanciamiento social’ en los lugares públicos ya son normas generales y parece que muy aceptadas. ¿Qué va a pasar con la interacción social de toda la vida?
Ay, hijo mío: te estás haciendo mayor. Pero esto es así, no te preocupes. De eso va la vida. A ver: quizá para alguien mayor, ¡alguien como yo, eh, como yo!, esté siendo un poco más raro todo esto. Pero sé que los jóvenes están muy acostumbrados a relacionarse a distancia. Por internet, por WhastApp… y, por cosas así, para ellos esta situación no parece tan irreal. Para ellos esa forma de comunicarse es la realidad misma. Claro, hay cosas que es difícil hacerlas de manera virtual, como hacer el amor, por ejemplo. Pero hoy la comunicación es fundamentalmente a través de internet. Vis a vis se puede conocer en la vida a cien o doscientas personas. Y por internet podemos conocer a miles. No sé si eso sea verdaderamente una ventaja o desventaja. Pero, oye, por probar, está bien.
ÁSS