Ya se nos ha olvidado cómo era viajar antes del 11 de septiembre de 2001, cuando el ataque a las Torres Gemelas nos convirtió a todos en sospechosos. Desde luego los aeropuertos no eran ya como el de la infancia, ese lugar abarcable, casi novelesco, donde las familias veían salir los aviones tras el vidrio de un gran ventanal mientras tomaban café, pero por lo menos no existía el requisito de poner las pertenencias en una charola y pasar por un arco levantando los brazos como delincuente en potencia.
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Hace días, en el aeropuerto de Guadalajara, una guardia de seguridad nos gritaba que avanzáramos hacia las bandejas cuando no había espacio para hacerlo; supongo que es su trabajo, pero lo que más llamaba mi atención era nuestra mansedumbre, ese avance mínimo, resignado ante los gritos, ese quitarnos el abrigo y las botas anticipadamente, sin preguntarnos si de verdad irá a servir. Quizá sería más práctico que nos montáramos a la banda y pasáramos íntegros por el sistema de rayos X sentados en una charolita; con suerte y junto con el frasco de colonia de tamaño prohibido nos encontrarían calcificaciones sospechosas o tumores que se pudieran extirpar a tiempo.
Mientras me sacaba las botas como perro de Pavlov, esperando más gritos e instrucciones, me imaginé en una situación distinta, muchísimo más grave (iba a escribir menos frívola, pero ¿cómo imaginar todas las razones que obligan a alguien a viajar?), por ejemplo un campamento de refugiados, un campo de concentración, y me preguntaba si seguiríamos en la cola con la misma obediencia resignada. Pensé en la gente que hace fila en Acapulco, por ejemplo, para recibir una despensa, si al final lo conseguirán o la vida se les va a convertir en una cola eterna.
Será que el final de toda cola promete la libertad y eso es lo que nos mantiene en ellas, cuidando nuestro lugar, en la ignorancia de nuestro destino. En el aeropuerto, después de la cola hay otra cola, otra más y eventualmente se terminan.
Nuestra propensión a hacer fila tiene un lado democrático, desde luego; hay que revisar que nadie se cuele y el turno sea respetado. La fila nos ordena, nos da una sensación de justicia; habrá que concederle que es más práctica que la horda o el zigzag, pero también tiene un lado un poco humillante, el de seguir sin reparo un orden que a fin de cuentas es militar. Yo me pregunto cómo eran los primeros humanos que hicieron cola: lo harían para recibir el trozo de bisonte o el cuenco de sopa, para lanzar la flecha. ¿Será la fila nuestra organización animal, como los lémures, las hormigas y los patos?
En los diagramas de la evolución, del mono a lo que somos ahora, aparecemos también haciendo cola.
AQ