Miguel Delibes era el director del provinciano y respetado El Norte de Castilla cuando un joven Francisco Umbral entró a trabajar al periódico. El primero ya era un autor conocido en los mentideros literarios de España y el segundo había dejado su puesto en la administración de un banco para aprender a escribir. La amistad y admiración no tardó en nacer entre ambos y en 1960, cuando Umbral se fue de Valladolid a Madrid, el intercambio de cartas comenzó a ser constante.
En cuestión de días, esas misivas pasaron de la cortesía y el respeto a los afectos y las confesiones. De 1960 a 2007, se contaron por escrito sus rutinas diarias, penurias económicas, chismes sobre editores y escritores, estrategias para publicar y conseguir un buen pago, críticas sin tapujos de sus respectivos libros, felicitaciones por los premios ganados, detalles sobre su dependencia al Valium, aclaraciones sobre malentendidos y así, entre una cosa y otra, revelaron cómo eran realmente. Todo acaba de hacerse público en un volumen de más de 400 páginas (objeto de irresistible voyeurismo literario) bajo el título de La amistad de dos gigantes (Destino).
He pasado tres tardes muy entretenidas buceando en las confidencias de este par. No porque me guste el chisme, claro, sino porque aquí en Madrid últimamente no para de llover y algo que hay que hacer. Bueno, pues ahí tienen a Umbral —tan dandi, tan soberbio, tan ególatra, tan magnífico— sincerándose (y lamentándose) con su amigo del alma: “No he conseguido cuajar una obra seria y ya me estoy acercando a los 40. Yo sirvo para la descripción, la observación, la ironía, las ideas o visiones personales. Pero está claro que no soy un novelista”. Eso sí, quiere que todo quede entre ellos: “estas confesiones no se las hago nunca a nadie, pues mi imagen pública es de seguridad e incluso de agresividad. Porque la selva obliga”. Ya lo ven: todas esas poses umbralianas a las que nos tenía acostumbrados no eran más que un mecanismo de defensa, una coraza para encubrir sus inseguridades (muy humanas y lógicas, por otra parte).
Delibes —tan rural y cosmopolita—, es pudoroso. A él le gusta más comentar la actualidad política y literaria y no tanto sus asuntos personales y, mucho menos, sus debilidades como escritor. Pero es mayor que su amigo, así que se siente con autoridad: “me admira tu fecundidad, Paco. Pero creo que los libros debes reposarlos más”. Umbral no hace caso. Lo suyo es sacar un libro tras otro para ser lo más popular posible. Locuaz como sólo él sabía serlo, le responde: “yo no tengo la culpa de ser rápido, Miguel. Ni de tener salud y ganas de escribir. Pero lo cierto es que los grandes editores todavía no me han descubierto. Me siento como la que está buena y no se casa”.
Delibes —tan tímido y ermitaño— también exhibe la forma de progresar en el mezquino mundillo literario. Cuando el autor de Mortal y rosa le cuenta que ¡por fin! las grandes editoriales se han fijado en él, pero no sabe con quién irse (“a mí me apetece mucho Destino, pero Planeta me ofrece mucho dinero y quizá el premio”), Delibes le aconseja sin rodeos: “Amarra el Premio Planeta y luego vete a Destino. El millón está bien, y la propaganda que conlleva. Pero la editorial, aunque vende, merece poco crédito”.
Más tarde, con la irrupción de los autores del boom latinoamericano, los dos se ponen celosos. Escribe Francisco Umbral: “estos escritores se saben el inglés de Faulkner y el aguachirle de su pueblo, pero castellano saben poco”. En el ínterin, Miguel Delibes suelta: “en El Norte de Castilla ya estábamos listos para celebrar tu Premio Biblioteca Breve, querido Paco. No obstante, como ocurre últimamente, saltó un mexicano: Carlos Fuentes”.
Tampoco escatiman en halagos mutuos. Delibes enfatiza “la plasticidad, inspiración y agudeza” de los ensayos, artículos y columnas de Umbral, que son “verdaderas piezas maestras”. Y éste le corresponde: “eres un clásico vivo”. Pero, oigan, da la sensación de que se lo dicen en serio y de corazón. Porque son verdaderos amigos. De hecho, un día Francisco Umbral desliza en una entrevista que Delibes agachaba la cabeza ante la censura franquista. Que aceptó, por ejemplo, rasurar El hereje con tal de publicar y no tener problemas con el régimen. Entonces Umbral le escribe pidiéndole perdón y Delibes le responde: “nuestra amistad, bien sólida, está por encima de esas menudencias”. Eran dos gigantes. Y por sus cartas los conoceréis.
AQ