En un lapso menor a seis meses han desaparecido tres admirables majaderos, Harold Bloom, Roger Scruton y George Steiner, quienes, con sus grandes diferencias y sus incomparables carismas, constituían una dispersa pero poderosa trinchera del humanismo clásico frente a la barbarie y la trivialidad contemporánea.
George Steiner (1929-2020) fue dueño de una desbordante curiosidad y de una amplia gama de competencias intelectuales que lo llevaron a escribir libros de referencia en disciplinas muy distintas. Con auténticas raíces multiculturales y derivas cosmopolitas (hijo de judíos austriacos, nació en Francia, se formó en Estados Unidos y ejerció su carrera en Inglaterra y otros países de Europa), Steiner era, más que nada, un ciudadano del libro. Desde luego, la tradición de lectura vivencial que practicó Steiner, la cual combinaba el esfuerzo físico con el ontológico, tenía muy poco que ver con la lectura académica.
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La erudición de Steiner (a la que agregaba una encendida elocuencia) era desafiante y también su defensa de valores morales y estéticos, así como costumbres intelectuales, reñidas con el presente. Sus libros son inclasificables, enlazan tópicos interdisciplinarios que requerirían un equipo de especialistas, dentro de su tono tajante y persuasivo están llenos de preguntas y poseen un matiz de agudo escepticismo contra su propio estamento intelectual.
Steiner semejaba un nostálgico de edades idas, un antropólogo desmoralizado que advertía, a veces quizá de manera alarmista, sobre la errática evolución del individuo en las sociedades modernas. Esta prédica melancólica y beligerante de un humanismo patricio pretendía denunciar los fenómenos de banalización y balcanización del conocimiento, recuperar el sentido de unidad de la cultura y generar conciencia sobre otra condición deseable de la sociabilidad y el debate intelectual.
Para Steiner el lenguaje constituía el atributo humano por excelencia y una preocupación recurrente en todas sus obras era, precisamente, la desvalorización del lenguaje contemporáneo, el cual resultaba aquejado por, al menos, tres enfermedades: por un lado, la notación especializada de la era digital y de las ciencias duras que desligan del lenguaje colectivo muchos de los desarrollos más notables de la ciencia y la tecnología; por otro lado, la propensión de las disciplinas sociales y las humanidades a patentar jergas oscuras que alejan su objeto de estudio del individuo común y, finalmente, la infección de la política, de esa violencia que de plano destruye el lenguaje, o de la simple barbajanería política, que vulgariza la comunicación y dificulta la distinción entre lo cierto y lo falso.
Estas enfermedades provocaban que, junto a la sobreabundancia de información, se presentara un empobrecimiento histórico de la discusión colectiva y del juicio individual. Por eso, para Steiner, refugiarse en los modelos de excelencia, resarcir los vínculos plenamente probados de transmisión de las ideas y los saberes, combatir la feudalización o colonización política del conocimiento y cultivar en todo momento la autoexigencia eran las únicas formas de combatir estas epidemias que amenazaban la idea misma de civilización.
ÁSS